Las fábricas y calles, quedaron silenciosas
las estrellas se durmieron junto a la luna,
y en toda la ciudad, a esa hora avanzada,
solamente una casa no ha cerrado los ojos,
ojos de fuego que gritan a las tinieblas
que tras ellos, entre máquinas y palancas, calderas y barras de hierro,
diez obreros mezclaron con el hierro sus músculos
para que luz se vuelvan sus manos y sus ojos.
“Antonio, fogonero de la central eléctrica,
¡alimenta las calderas!”
Antonio, hoy, como hace veinticinco años,
con pala de hierro abre el horno,
llamas rojas de él vuelan y silban,
una forja ardiente y un joven.
Antonio, con sus manos que el fuego ha endurecido
echa una paletada de carbón,
y como la luz sólo nace del hombre,
siempre tras el carbón hecha un trozo de sus ojos,
y aquellos claros ojos azules, como flores,
en torrentes de cables por la ciudad navegan
en tabernas, teatros, de preferencia sobre la mesa del hogar,
se encienden en alegres luces.
“Compañeros obreros de la central eléctrica,
rara mujer la mía.
Cada vez que la miro yo a los ojos,
llora y dice que estoy maldito,
que yo tengo otros ojos, diferentes a los de hace unos años.
Dice que cuando ella fue conmigo al altar,
eran como dos bellas hogazas de pan, grandes;
y ahora, como en un plato vacío,
sólo me quedan de ellos dos migajas en la cara.”
Ríen los compañeros, Antonio ríe también,
y en medio de la noche de eléctricas estrellas,
piensan por un instante a sus mujeres:
ellas, que con frecuencia pensaron puerilmente
que el hombre vino al mundo para pertenecerles.
Y Antonio, otra vez, como hace veinticinco años,
sólo que ahora la pala es más pesada, abre el horno.
Difícil es comprender siempre a la mujer,
tiene ella otra razón, no obstante, verdadera.
Antonio, aún ignorándolo –mas debe hacerlo-, vierte
flor de ojos en pedazos de carbón,
pues siempre el hombre, con los ojos bien abiertos,
quiere ponerse en marcha sobre la tierra, y tenerla ante sí,
y como el sol y la luna desde ambas partes del planeta,
con rayos de amor y cosecha, irrumpir en sus puertas.
En ese instante, Antonio, calloso fogonero,
conoció aquellos veinticinco años de horno y de pala,
en los que el cuchillo de llamas le cortara los ojos,
y comprendiendo que con esto tiene el hombre suficiente
para morir como hombre,
gritó en le vastedad de la noche a todo el mundo:
“!Compañeros obreros de la central eléctrica:
estoy ciego, no veo!”
Se agolparon los compañeros,
todos llenos de susto.
En dos noches
a casa lo llevaron.
En el umbral de una de las noches,
una mujer y un niño gimen;
en el umbral de la otra noche,
cielos abiertos.
“Antonio,
mi único hombre,
¿por qué regresas así a mí,
a estas horas?
¿Por qué te enamoraste
de esa maldita muchacha,
de esa amante de hierro,
con fuego y pala?
¿Por qué en este mundo, el hombre
tiene siempre dos amores,
¿por qué a uno lo mata,
por qué muere del otro?”
El ciego no oye: cae en las tinieblas,
y las tinieblas lo abrazan y lo envuelven.
El corazón herido ya abandona su pecho
en busca de otras curas en el mundo.
Pero sobre la negra ceguera cuelga una alegre lámpara.
No es una alegre lámpara, son los ojos de alguien,
Son tus ojos, que al mundo se entregaron
para que vieran más claramente, y no murieran nunca.
Eso eres, fogonero, sobreviviente de tu cuerpo martirizado para cacharros,
que a ti mismo te miras, aun cuando yaces ciego.
El obrero es mortal,
Pero vive el trabajo.
Antonio muere,
El bombillo canta:
Mujer mía, mujer mía,
¡no llores!