* Un cuento sobre la rutina y el devenir
Un día como otros, uno más de miles de días vividos y por vivir. Pero el día de hoy tengo que trasladarme a una de esas reuniones de trabajo a las que constantemente asisto.
Mis problemas no hacen más que comenzar: como siempre que tengo tareas que cumplir, he planificado cada segundo, pero por muchos planes que haga, nunca tomo en cuenta el tiempo que necesito para conectar mi cerebro con todos mis miembros.
Me despierto temprano esperando que valga la pena el esfuerzo; me bañé una noche antes para ahorrar tiempo al levantarme. Pero mis planes comienzan a desmoronarse cuando llego a tomar el camión a las siete y cuarto. Casi dos horas dediqué, entre otras cosas, a convencerme de que lo que voy a hacer será más satisfactorio que seguir calentándome en mi cama.
Afortunadamente, aún hay agua para asearme correctamente, pero en cuanto abro la llave caen trozos de hielo que producen un sonido escalofriante al chocar con el lavabo.
Volteo a ver mi reflejo en el espejo pero no estoy sola: esa sombra que aparece cada vez que no la necesito está a mi lado. Se me acelera el corazón y con frustración veo que es inútil intentar ignorarla: me toma del brazo y va recorriendo su camino hasta mi pecho donde se instala y por unos momentos todo se vuelve oscuro; adquiere el mismo color de la sombra.
Mi vista baja hacia mis manos, que están desapareciendo, o más bien transformándose. Donde antes tenía unas manos fuertes y dispuestas, ahora aparecen unas garras sucias y deformes.
Mi vista sigue su camino hasta mis pies, pero no son los pies que quiero, son aquellos que desde hace años me persiguen: pies grandes, feos y endurecidos.
Volteo a ver el espejo y veo esa imagen que me asusta: una criatura completamente transformada. Aún conserva ciertos rasgos de humanidad, pero cada día es una nueva transformación; cada día esa sombra tan oscura logra sorprenderme con una nueva deformidad.
Una debilidad que se ha ido fortaleciendo con el paso del tiempo me acomete y a nada estoy de ir a esconderme para siempre, pero aparece una nueva sombra, roja y aún más estremecedora. Este nuevo invitado se limita a contemplarme y mientras parece que se asoma una sonrisa burlona a lo que pareciera un rostro, con uno de sus brazos me golpea en la boca del estómago.
Este nuevo dolor me devuelve a la realidad, a la cruda realidad, y pestañeo desconcertada porque a mi alrededor no hay nada. No estoy segura de si mi mente me jugó una mala pasada pero el dolor en mi estómago no desaparece y las ganas de ir a esconderme tampoco.
Finalmente logro lavarme los dientes y la cara para después medio recogerme el cabello. Cuando finalmente termino, salgo de la casa con rumbo conocido, pero con la incertidumbre a flor de piel.
El frío de la mañana se cuela por mi ropa, me muerde la cara y araña cada parte de mi cuerpo. “Al menos en el camión hará un poco de calor”, pienso, mientras me dirijo hacia la parada.
Por el camino veo que la gente me mira con recelo. Tal vez sigo viéndome como un monstruo.
Miro mi mano derecha, que sostiene una bebida, y por un momento creo ver esa garra tan horrorosa que se aparece cada mañana. Quizá no es buena idea salir de casa: todos se darán cuenta de lo que soy, de lo que escondo.
No hay vuelta atrás, el dolor en mi estómago y el vacío de mis manos me obligan a seguir adelante.
Por fin llego a tomar el camión, pero no estoy sola. A mi alrededor todo toma formas estremecedoras.
Intercambiamos miradas, saludos, pero todos nos damos cuenta de lo que nos persigue, veo las sombras al lado de cada uno de los presentes y veo mi reflejo en sus ojos, en sus manos, en su cuerpo.
El miedo se instala en mi pecho porque me doy cuenta de que no hay posibilidad de salir de este agujero, y el camión que se acerca me lo confirma.
Suspiro con desgano y tomo mi lugar para subir, pero no se detiene y al parecer viene vacío. Cuando pasa frente a mí me doy cuenta de que no viene vacío: viene lleno de personas iguales a mí, la misma cara, la misma ropa, el mismo peinado, la misma mirada y veo que voy ahí dentro del camión, como pasajera y como chofer.
Después de esperar casi una hora a que pase otro camión con lugar, por fin logro entrar en uno, pero está tan lleno que ni siquiera necesito hacer esfuerzos para sostener el equilibrio.
El calor comienza a hacerse asfixiante. Sonrío al recordar la ingenuidad con que esperaba este ambiente cuando salía de mi casa.
Por fin voy aquí en el camión con rumbo conocido. Un nuevo día, nuevas oportunidades de transformarme.
Tal vez pueda revertir esa transformación; convertirla en algo deseado. O tal vez este dolor constante en mi estómago desaparezca hoy y para siempre.
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