MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La lucha por la hegemonía durante el sexenio de Luis Echeverría Álvarez (I/II)

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Como es ya un tropo, uno de los mayores problemas de los análisis de la historia contemporánea en México es el énfasis monocular sobre la figura del presidente, es decir, la sobrevaloración del presidencialismo,[1] pues en la historiografía especializada en el tema, resalta un modelo de interpretación fascinado por las explicaciones de la voluntad presidencialista como el alfa y el omega, principio y fin de toda la cuestión política, relegando las movilizaciones sociales y a los sectores en disputa a una segunda o tercera categoría.

Aunque es preciso apuntar que efectivamente el poder presidencial ha ocupado un lugar preponderante, el sistema político mexicano no ha tenido el impacto ni la influencia que suele atribuirse. Uno de los momentos de la historia reciente que más se ha interpretado desde esta óptica ha sido el sexenio de Luis Echeverría Álvarez y, de hecho, muchos historiadores están rediscutiendo y revisitando este periodo a la luz de la llegada de la Cuarta Transformación, intentando hallar paralelismos que puedan explicar las rupturas y las continuidades del sistema político mexicano y de los actores en el poder.

Quizá influido por el (ya clásico) texto de Daniel Cosío Villegas, El estilo personal de gobernar,[2] el sexenio de Echeverría tiene una impronta que lo cataloga como el periodo presidencialista por antonomasia. El caso es que el arribo de Luis Echeverría Álvarez a la palestra política reforzó esta noción aún antes de que asumiera el cargo: desde su campaña presidencial enfocada en recorrer los distintos espacios del país centró su atención en dejar constancia de su intervención particular para renovar todos los aspectos de la vida social, principalmente en las comunidades rurales más recónditas o en los márgenes periféricos de las grandes urbes.

Su llegada a la presidencia se dio con base en un marcado distanciamiento de su predecesor Gustavo Díaz Ordaz, a pesar de que éste último lo había designado personalmente a partir de un proceso de unción predominante en el sistema político mexicano (cuyas raíces históricas se remontan a la época de Lázaro Cárdenas) denominado como “tapadismo” por los actores políticos de la época. Tan pronto llegó a la presidencia, Echeverría buscó un acercamiento a todos los estamentos sociales ponderando los más agraviados durante el sexenio diazordacista: los estudiantes y las clases medias.

El distanciamiento consciente frente al gabinete y al presidente que lo antecedió respondió, entre otras cosas, a una búsqueda de relegitimación del Estado y al replanteamiento de los elementos cohesionadores entre los distintos grupos sociales inconformes. La nueva etapa se anunció en el discurso desde un primer momento[3]: los emisarios del pasado (inmediato) no tenían lugar en la nueva administración. Todos los sectores agraviados, e incluso los que no, fueron considerados para reelaborar su relación con el Estado para obtener un grado mayor de autonomía política y prebendas inéditas.

Una interpretación que se aleja de la explicación referente a la megalomanía personalista y a la justipreciación excesiva del presidente de la república y que nos parece más ecuánime, es la que propone que el periodo de Echeverría buscó renovar el consenso social para relegitimar al Estado y construir una especie de valla de contención del régimen frente a las certezas de que la conflictiva década de 1960 había dejado al país al borde del colapso; al borde de una crisis económica, política y social que ponía en peligro la estabilidad política; certezas fundadas, por demás, en elementos objetivos del pasado inmediato.[4] En otras palabras, el sexenio pretendió lograr la conciliación del Estado con los grupos disidentes de la crisis de 1968 que sí aceptaron la vía reformista.

El espíritu del cambio en el régimen fue impulsado debido al México que “heredaba” Echeverría, ya que el convulso final 1960 se vio condicionado entre otros factores por las presiones sociales, el resquebrajamiento de los pactos institucionales, la debilitación del corporativismo y la contracción de la economía. De esta manera se anunció un viraje importante en cuanto a las políticas que llevaran las riendas del país.

En este sentido, el régimen buscó cerrar filas con todos los sectores de la sociedad que impulsaran “(hacia) arriba y (hacia) adelante”. Uno de los elementos clave de esta política que ha sido analizada como un episodio de la presencia del populismo en México[5] fue la apertura democrática. Esta aseguró la reformulación de la relación del Estado con las oposiciones tanto de la sociedad civil como de los partidos políticos, mientras mantenía incólume el monolitismo de la república autoritaria.[6] Por esa razón, desde un primer momento, el gobierno de Echeverría se presentó con un paquete de reformas que se fue expandiendo mientras avanzaba su sexenio: la reforma política, la reforma educativa, la reforma agraria e incluso un fallido intento de presentar una reforma fiscal.

La apertura democrática fue el recurso más importante del régimen y el enclave más sugerente para las clases medias y la pequeña burguesía ilustrada inconforme. Por una parte, el cambio de régimen también suponía un cambio generacional, pues incorporó a su gabinete a jóvenes provenientes de sectores disidentes como Víctor Flores Olea, Enrique Gonzáles Pedrero o Porfirio Muñoz Ledo (fue el gabinete con el más alto porcentaje de egresados de la UNAM) y desde que aceptó su candidatura Echeverría proclamó que “no lo hacía en nombre propio, sino en nombre de toda una generación de jóvenes que irrumpía en el escenario político nacional”.[7] Sin embargo, con los jóvenes radicalizados y con los sectores disidentes, el gobierno de Echeverría no buscó el diálogo y más bien recrudeció la represión con la aparición de la estrategia de combatir la insurgencia conocida como guerra sucia.

[1] Ariel Rodríguez, “El presidencialismo en México, posibilidades de una historia”, Historia y Política, núm. 11, enero-julio de 2004, pp. 131-134. A pesar de que la constitución de 1917 tiene ese tono presidencialista en la medida en que la figura central ejerce poderes metaconstitucionales, los límites los mostraban los poderes fácticos como los organismos sindicales, empresarios o los movimientos sociales.

[2] Daniel Cosío Villegas, La sucesión presidencial, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1975.

[3] Es interesante ver cómo los trabajos de otras disciplinas como la filología contribuyen a esclarecer hasta qué punto el discurso tiene repercusión en las prácticas y en las relaciones sociales y cómo construyen sujetos a partir del ejercicio del poder. En este sentido, el análisis de la toma de protesta de LEA en 1970 más que una declaración de intenciones nos da cuenta de las relaciones de cooptación y connivencia entre los representantes de los grupos subalternos y el poder. Véase: “Emanuel Rojas, La construcción de los sujetos en el discurso de toma de protesta de Luis Echeverría Álvarez. Un acercamiento al discurso populista en México”, Tinzun, Revista de estudios históricos, No. 62, julio, diciembre de 2015.

[4] Rodríguez Kuri, Op. Cit.p., 150

[5] Soledad Loaeza, “La presencia populista en México”, en Guy Hermet [et.al], Del populismo de los antiguos al populismo de los modernos, México, El Colegio de México, 2001. El sexenio echeverrista ha sido calificado como populista en virtud de la imposición de la lógica política a las decisiones económicas cuya consecuencia más costosa fue el aumento desorbitado del gasto público.

[6] Cossío Villegas, Op. Cit., p. 7. Para Cossío Villegas dos piezas centrales sostenían el sistema político mexicano: el presidente de la República que ostentaba un poder poco menos que ilimitado y un partido fuerte que dominaba en grado sumo.

[7] Daniel Cosío Villegas, El estilo personal de gobernar, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1974. P.20. Al margen del mito de la juventud, Cossío Villegas apunta que en el sexenio de Echeverría se continuó con la tendencia alemanista de sustituir poco a poco al político por el técnico, es decir, al hombre con experiencia, instinto e incidencia en ciertos sectores por el burócrata de partido, obediente, ejecutivo y expedito.

 

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