MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La necesidad de formación teórica como arma de transformación (I/III)

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Se piensa incorrectamente que los rebeldes, los subversivos y los revolucionarios existen y nacen como una nota discordante dentro del sistema, que su instinto por cambiar las condiciones reales de vida proviene de un descontento personal, de una apatía interna ante la realidad que nos fue dada por obra de la naturaleza, la casualidad o el destino. Nada más alejado de la verdad existe en esa concepción del ser revolucionario. 

Aquellos que destinan su vida y sus esfuerzos en construir un mundo distinto al que vivimos, quienes realizan acciones productivas, es decir, de impacto real sobre el mundo actual, no lo hacen motivados únicamente por un instinto humanitario; tampoco son guiados por la filantropía o simplemente por la bondad. 

Estos instintos, en la mayoría de las veces, y de manera inconsciente, terminan solamente reproduciendo y agravando los daños, perpetuando el mal hasta que se hace irremediable. La historia es una maestra que no se cansa de darnos ejemplos de buenas voluntades que, en su afán de mejorar el rumbo del sistema, terminan no sólo en estrepitosos fracasos, sino que, a la larga, se convierten en herramientas de continuidad de aquello que pretendían destruir: en Francia los Eugène Sue y sus Misterios de París, las Icarias de Cabet, los Falansterios de Fourier e, incluso, y a pesar de su grandeza literaria, los Jean Valjean, de Víctor Hugo, que aspiraban a una redención en los cielos y no en la tierra; en Inglaterra los Thomas Carlyle, las cooperativas owenianas, las sociedades fabianas y las distopías orwellinas que, en lugar de ayudar a la construcción de una sociedad nueva, sus vaticinios y distopías servían para reafirmar el poder del orden establecido.

En los tiempos modernos, estas organizaciones que predican el poder de la voluntad crecen con mayor celeridad, aunque, a diferencia de sus antecesores, han perdido la grandeza de la forma: el fracaso del eurocomunismo y la II Internacional, la descomposición de los partidos de izquierda socialista en Europa y su hundimiento frente a los partidos liberales de izquierda o de extrema derecha son, hoy, el mejor ejemplo del fracaso de las buenas intenciones. La bondad es necesaria en la formación del revolucionario, pero no basta. 

¿Qué es, pues, lo que distingue a un revolucionario de los filantrópicos? Que el revolucionario no busca cambiar la realidad guiado únicamente por la fuerza propulsora de la voluntad, que sus acciones no se rigen por el instinto y el corazón, que no es la sensibilidad afectada la única que lo motiva a actuar. El verdadero revolucionario, el único capacitado para transformar, es aquél que comprende el funcionamiento esencial de la realidad, de la vida y de la historia. Es el que entiende el mecanismo que mueve a la humanidad, el que ha estudiado las entrañas del sistema en el que se encuentra, así como los orígenes y composición de éste. El verdadero revolucionario es un científico social. La revolución es una necesidad racional antes que un instinto pasional.

De esta manera, quienes enfocan sus esfuerzos cotidianos a transformar el mundo no lo hacen guiados únicamente por sentimientos de amor hacia la humanidad, que son, sin embargo, indispensables. El móvil de sus actos no puede ni debe provenir del instinto. Su carácter de científico social le obliga, después de un concienzudo estudio de la existencia, a dedicar su vida entera a la transformación de esta, con el mismo impulso que guía al médico a curar un mal que ha descubierto y que sabe que sólo en sus manos está el remediarlo. Es, pues, la consciencia, entendida como reflejo exacto de la realidad, la que forja a los únicos seres capacitados para cambiar el mundo. La fuente de la conciencia no es otra cosa que la teoría científica, es decir, los principios que mueven y definen la totalidad. 

Una vez comprendido lo esencial de la teoría, cuyo alcance es casi infinito como lo es el pensamiento de la humanidad, el deber del revolucionario consiste en llevar a la práctica lo aprendido, como un estudiante de cualquier otra ciencia para quien sería estéril el conocimiento acumulado si no lo ve realizarse en forma fecunda en el objeto de su análisis. Sin embargo, y antes de adentrarnos en la aplicación práctica de la teoría científica de la realidad, la pregunta que naturalmente surge es: ¿Y de todas las teorías sobre la sociedad existentes cuál es la correcta? ¿Para convertirse en científicos sociales es necesario conocer cada una de las interpretaciones existentes? La respuesta no es sencilla: sí y no.

Es nuestro deber entender cada una de las interpretaciones, aunque fuese solo de manera general, dado que, en muchas de ellas, por más lejanas en el tiempo que se encuentran, hay rudimentos de ciencia que en nuestros días continúan siendo válidos. 

Sin embargo, dado que esta tarea es prácticamente imposible, para entender la teoría que explica los fundamentos de la sociedad existente hay que buscar en aquella ciencia que sintetice todo el pensamiento humano, en la base científica del mundo moderno que ha logrado, en una serie de conceptos, principios y leyes, definir, en lo general, la existencia social. Dicha ciencia es, a pesar del desprestigio que sobre ella ha caído y sin contar el rechazo que en la academia y las universidades le han generado calculadamente, puede causar precisamente por su carácter revolucionario: el materialismo histórico y dialéctico o, en otras palabras, el marxismo-leninismo. 

Cambiar la realidad requiere el conocimiento de la teoría que de esta síntesis científica emana; sólo así, la transformación puede ser verdaderamente revolucionaria y no un acto aislado que, a lo sumo, alcance el nivel de buena intención. El conocimiento de la teoría nos permitirá, en palabras de Lenin, no retrasarnos respecto a la vida. La interrogante ahora es: ¿Qué constituye a esta ciencia y cuáles son sus fundamentos? Esto lo podremos revisar en la siguiente parte del análisis. 

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