El libro La tiranía del mérito de Michael J. Sandel aborda la cuestión de la meritocracia en las sociedades contemporáneas y cuestiona el papel que juega en la distribución de la riqueza, el poder y las oportunidades.
Sandel argumenta que la meritocracia, basada en la idea de que las recompensas y los privilegios deben ser asignados según el mérito individual, ha llevado a una creciente desigualdad y ha erosionado el sentido de comunidad y solidaridad en nuestras sociedades.
El autor critica la idea de que las personas tienen éxito o fracasan únicamente por sus méritos individuales, y plantea que factores como el azar, el contexto social, la educación y las oportunidades heredadas también influyen en los resultados. Además, sostiene que la meritocracia tiende a justificar la desigualdad y a exacerbar la brecha entre las personas “ganadoras” y “perdedoras” en la sociedad.
La retórica meritocrática afirma que el éxito es algo obtenido gracias a nuestro propio esfuerzo, de modo que creemos que merecemos lo que tenemos. Esto ocasiona que no haya empatía, pues si se afirma que cada persona es dueña de su propio destino, entonces se condena de alguna manera a quienes han tenido peores resultados.
La idea del esfuerzo y el merecimiento puede observarse con mayor énfasis, según Sandel, desde los años 90. El autor, profesor de las universidades de élite en Estados Unidos, afirma que cada vez hay más jóvenes que creen haberse ganado su sitio en la universidad con su propio trabajo. La causa de este arraigo de dicha creencia se debe a que la competencia por acceder a las universidades de élite es cada vez más fuerte, lo que obliga a que padres, madres, hijos e hijas, se encuentren en un campo de batalla desde la secundaria. Para el autor, la hipercompetitividad de las universidades está en estrecha relación con la hipercompetitividad en los mercados. Son los mercados quienes establecen la pauta para competir en los ámbitos, social, académico y laboral.
A finales de los años 70 y principios de los 80 se hicieron reformas pro-mercado en China, Reino Unido y Estados Unidos. En el caso de China, se estaba dejando el modelo soviético y se abrían paso a relaciones mercantiles internacionales. En el caso de Reino Unido y Estados Unidos, Margaret Thatcher y Ronald Reagan establecieron políticas para tener una mayor dependencia de los mercados.
Fue en los años 80, de acuerdo con Sandel, cuando se afianzó la visión de que el mercado otorga a cada persona lo que se merece, siempre y cuando estos funcionen con base en una igualdad de oportunidades. El discurso afirma que los mercados recompensan el mérito de cada persona. Esta ética meritocrática se recrudeció con los gobiernos de centro-izquierda que continuaron (Tony Blair y Bill Clinton). Lo que pretendían era posibilitar que las personas progresaran con base en su puro esfuerzo y talento. No obstante, Sandel cuestiona que haya posibilidades de establecer una meritocracia real en un país en donde la gente no tiene las mismas posibilidades de desarrollo, pues el uno por ciento más rico de la población estadounidense absorbe más renta que el 50 por ciento más pobre. Con esta desigualdad, el discurso de la meritocracia empieza “a sonar a hueco”. Pues, por más que las personas se esfuercen, no tendrán los medios adecuados para ascender en los estratos sociales.
Ascender de pobre a rico cuesta más que lo que dice la retórica del ascenso. Son pocas las personas que nacen pobres y logran escalar; la mayoría no logra incorporarse ni siquiera a la clase media. Sólo entre aproximadamente un cuatro y un siete por ciento ascienden hasta el tramo más alto de la división de la sociedad (EE. UU.), y sólo un tercio logra llegar a los tres tramos superiores. Sandel afirma que es más fácil que se cumpla el discurso meritocrático en China que en EE. UU.; en China hay una mayor movilidad intergeneracional que en EE. UU. El salario que se gana en EE. UU. está más ligado al origen de clase que en China. Es decir, que no hay realmente una base sobre la cual se pueda establecer un esfuerzo que lleve a las personas a lograr lo que quieren, a diferencia de lo que proclamaban Obama y Clinton en sus discursos.
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