Muchas veces, muchas veces he cruzado la llanura,
La llanura castellana sin florestas, sin verdura,
Sin copudos robledales, sin aromas hechos flor,
Sin más gala que su campo por el rubio trigo lleno.
Como madre cariñosa que nos brinda el ancho seno
Fecundado y bendecido por el beso del amor.
Muchas veces, muchas veces he trepado por el monte
Que, cual mudo centinela, descubriendo el horizonte,
Al Cantábrico se asoma, su grandeza por mirar,
Y he bebido las esencias de los brezos y lentiscos,
Y he sentido las esquilas que al tañer en los apriscos
Entonaban dulcemente la canción crepuscular.
Y he corrido jubiloso por la verde pomarada,
Y he bajado al hondo valle donde el agua encadenada
Se revuelve entre las peñas con rugido de león;
Y he dormido sobre rosas en la huerta levantina,
Y he buscado paz y calma en la tierra salmantina,
Más tranquila y amorosa que materno corazón.
Y las vegas andaluzas, que cual hembras virginales
Se engalanan con las flores de los verdes naranjales,
Y la selva enmarañada cual la greña de un titán,
Y la orilla que el riachuelo mansamente besa y baña,
Y los picos gigantescos que coronan la montaña,
He cruzado muchas veces con angustia y con afán.
Con afán y con angustia, bajo el palio, de los cielos.
He sentido las tristezas, las envidias y los duelos
De los hombres que, esgrimiendo el rencor y la altivez.
Se atropellan por ser grandes en palacios y en ciudades,
Olvidando a los que moran en humildes soledades
Y son grandes y sublimes en su honrada pequeñez.
II
Como cantan las alondras a los mágicos albores,
Con el alba van cantando los oscuros sembradores
Tras las rejas, que refulgen con relámpago fugaz;
Van cantando mientras abren del terruño las entrañas,
Van cantando tras las yuntas que exterminan las cizañas.
Van cantando mientras ganan las victorias de la paz.
Van cantando, y generosos desparraman la simiente
Y la riegan incansables con sudores de su frente,
Y revienta la semilla en feraz germinación,
Y del grano pequeñuelo que sembrara el campesino,
Surge espléndido y lozano el tapiz esmeraldino
Que es sonrisa de los cielos y es promesa y bendición.
Y cual cantan las alondras, los robustos segadores
Van cantando entre las mieses; y sintiendo los ardores
De los rayos estivales, se apresuran a esgrimir
el acero bien templado de guadañas deslumbrantes,
Y a sus golpes van cayendo las espigas arrogantes
Que nacieron en el surco, y en el surco han de morir.
Y van luego las simientes a la piedra del molino,
Y el que un tiempo fuera tallo de verdor esmeraldino
Y más tarde rubia espiga entre el oro del trigal,
en harina blanca y pura se convierte en las aceñas:
¡Que en el bárbaro suplicio de rodeznos y de peñas
Es el trigo como el mártir, que devuelve bien por mal!
Y ese pan sabroso y tierno, que, es el pan de cada día,
Y esa hogaza que a los pobres da sustento y alegría,
Y es el premio conseguido por el rudo campeón.
No lo hicieron con sus manos los magníficos señores.
Lo amasaron los humildes, los humildes sembradores,
¡Los pequeños que son grandes por su santa abnegación!
III
En las rocas y cantiles donde anidan los petreles,
En las breñas, que las olas, cual mansísimos lebreles,
Lamen blandas con arrullo de dulzura singular,
Se levantan cuatro tablas como alcázar de los bravos
Que luchando en cuatro tablas, cual indómitos esclavos,
Se rebelan y combaten con la cólera del mar.
Cuatro tablas, de esos hombres son el nido y la fortuna;
Cuatro tablas mal sujetas son vivienda y pobre cuna
Del obrero de los mares, del humilde pescador;
Cuatro tablas son la barca en que mece su esperanza,
Alentada por la brisa en las horas de bonanza,
Y empujada por el viento en las horas de dolor.
Si en festines suculentos hay riquísimos manjares
Arrancados al abismo tenebroso de los mares,
Si cual flor hecha de escamas contemplamos áureo pez,
Si el marisco nos ofrece de su carne la fragancia,
Es por obra del esfuerzo, del esfuerzo y la constancia
De esos pobres que son ricos en su humilde pequeñez.
Ellos son los que tiñeron con su sangre los corales;
Ellos solos engendraron a las perlas orientales,
Que son lágrimas de nácar que el dolor hizo brotar
En la esposa atribulada, que, con pecho dolorido,
Triste llora en la ribera, como pájaro sin nido,
Aguardando al buen esposo que jamás ha de tornar.
Cuatro tablas son la casa de esa gente desvalida;
Cuatro tablas son la barca en que luchan por la vida
esos héroes ignorados de abnegada excelsitud;
e1 regalo que nos brindan, con su vida lo compraron,
Y las tablas que sus brazos musculosos cepillaron,
¡Cuántas veces, por nosotros, se han trocado en ataúd!
IV
En el fondo de la mina, batallando pecho a pecho
Con la muerte traicionera que implacable está en acecho,
Y sintiendo que el veneno va royéndole el pulmón,
La legión de los mineros esclaviza a piquetazos
Al metal que será azadas al sentir los martillazos,
Y a la luz que tiene cárcel en el trozo de carbón.
Y befado como un mártir en el circo de la vida,
Levantando sobre el mundo su cabeza dolorida.
Cual moderno Nazareno resignado con la cruz,
Instruyendo con ejemplos y educando con cariños,
Está el héroe que derrama en las almas de los niños
La simiente del progreso que mañana será luz.
Y muy cerca del que instruye la infantil inteligencia,
Vive oscuro el que abre surcos educando la conciencia
Y enseñando las virtudes de la santa Religión;
Y si es grande el que nos muestra horizontes más serenos,
Es más grande el que nos dice que ante todo hay que ser buenos
Con el alma siempre abierta al olvido y al perdón.
Y en el banco y en el yunque y en la humilde cortijada,
Y en los rústicos rediles que dan cerca a la majada,
Y en la altura del andamio, como el águila caudal,
Y encerrado en la alta torre donde el faro centellea,
Y cuidando de los hilos transmisores de la idea,
están siempre esos pequeños, de grandeza sin igual.
Ellos son los que sucumben sin protesta ni lamento,
Ellos son los que a la patria dan su sangre y dan su aliento,
Ellos son los que han orlado nuestro escudo de laurel;
Nadie sabe el nombre humilde de estos bravos paladines,
Que la raza sin entrañas de verdugos y Caínes,
Se resiste á prosternarse ante el nombre de un Abel.
Yo bien sé que son muy pocos los que ven al hormiguero
Que se afana y que se esfuerza con empuje verdadero
Por lograr un adelanto, por vencer y conquistar;
Las estrellas, siendo soles, no fulguran deslumbrantes,
Y es que brillan tan lejanas, tan lejanas, tan distantes,
Que hay que alzar mucho los ojos para verlas rutilar.
Todos ven la excelsa cumbre que es penacho de la sierra.
Nadie fija la mirada en los átomos de tierra
Que en un plazo no remoto nuestro cuerpo han de envolver;
Todos miran asombrados las Pirámides ingentes,
Y no piensan que esas moles no se alzaran imponentes
Sin los granos de la arena que les dieron forma y ser.
Todos saben las historias de los Césares gloriosos;
Todos guardan el recuerdo de caudillos victoriosos:
De Alejandro y de Pompeyo, de Cortés y de Colón;
Y la historia del humilde que no tiene quien lo alabe,
Todos, todos la olvidaron; ¡todos no! que bien la sabe
La familia del soldado que mendiga protección.
Cuando cruzo por el valle, cuando trepo la colina,
Cuando en tierra castellana o en ribera levantina
Me detengo ante los bravos que batallan por el pan,
Siento afanes imposibles que son vida de mis sueños,
Y, admirando las grandezas que atesoran los pequeños,
Con impulso irrefrenable mis cariños a ellos van.
A ellos, sí, porque son grandes con magnifica grandeza;
A ellos, sí, porque son nobles, y es del alma su nobleza;
A ellos, sí, porque son buenos sin rencores ni altivez;
A ellos, sí, que son promesa de otros tiempos más fecundos;
A ellos, sí, porque la llama redentora de los mundos
Surgirá, como en Judea... ¡de la humilde pequeñez!