No confío en mi vecino del norte, en el nuestro, el de los más de 120 millones de mexicanos, con quien compartimos 3 mil 152 kilómetros, no confío y sonará a locura, pero tengo mis razones.
No, no hablo de un irracional desprecio contra toda la población norteamericana, no, a ellos mi respeto, me refiero a las cabezas, a los intereses, esas manos que mueven los hilos de la carcasa política y militar de la nación de las barras y las estrellas. Sé que muchos de los residentes de la nación norteamericana estarán de acuerdo en el porqué de mi desconfianza.
No confío en las ideas sobre las que están asentados los principios de los Estados Unidos (EE. UU.), un país que desde hace cinco siglos despojó y aniquiló a la población originaria, país que después fue poblado por migrantes que algunos siglos después rechazaron la llegada de nuevos migrantes que llegaban en busca de mejores condiciones de vida.
No confío en ese país que jamás ha tolerado que el resto de los pueblos de su mismo continente encuentren su soberanía, y, por el contrario, promueve el sabotaje, el bloqueo, el odio. No confío en un país que lleva más de seis décadas con un cerco criminal contra una pequeña isla del Caribe, ¿qué riesgo puede ser un país de 110 kilómetros cuadrados atado de manos para una potencia económica global? ¿Tanto es el odio contra el desarrollo y consolidación de un país?
No confío en ese país que ha pintado de dictadores y terroristas a cientos de personas a su conveniencia por no predicar con sus intereses. No confío en ese país que dicta a su antojo quién es bueno y quién es malo en las historias y los libros. No confío en un país que se declara exportador de democracia mientras detrás tiene un sistema diseñado para evitar que el pueblo suba al poder. No creo en esos que pintan de negro las primaveras con misiles bajo las banderas de la libertad.
No confío en esa nación que redacta las editoriales donde se pintan los perfiles de los enemigos públicos número uno del planeta, no confío en esa nación conducida desde la pauta de un pensamiento único. No confío en la maquinaria de medios, en ese ejército dedicado al bombardeo de mentiras 24-7 a todo el mundo.
No confío en la nación de la hipocresía que condena la violación de derechos humanos en otros países, y en el suyo no garantiza ni lo elemental para su gente. No confío en ese sueño americano nutrido con la pesadilla de millones de estómagos vacíos. No confío en el país de los hombres que mandan cohetes para viajar al espacio, mientras el 90 por ciento del resto de la población no sabe ni qué comerá ese día.
No confío en esa gente que aplaude las invitaciones a la guerra, que permite las masacres, que manipula a la gente, que censura a sus incómodos, que usa todas sus plataformas para cercar a sus enemigos. Simplemente no confío.
No confío en esa nación que se quiso adjudicar la victoria de la segunda guerra mundial con propaganda de adoctrinamiento, con cientos de películas espectaculares donde se pintaba que el triunfo contra el nazismo sucedió gracias a nadie más que a los norteamericanos.
No confío en esa nación que hoy busca borrar la historia de resistencia y gloria en que la Unión Soviética salvó al mundo del fascismo. No confío en aquellos que a través de la mutilación de la historia y la información hoy quieren imponernos la versión de un país iracundo que decidió de la noche a la mañana invadir a otro país.
No confío en el país con el gasto militar más alto del mundo, no les creo eso de que un país con una inversión militar 13 veces menor se quiera imponer espontáneamente. No confío en ese país que a través de sus medios restrinja el acceso a la información a todos y califique como propaganda todo aquello que no le convenga. No confío en ese proceder tan malicioso.
No confío, porque sé cómo han iniciado y terminado todos esos ataques que han llevado el mismo tono. No confío porque, sé de qué trata la manipulación, porque he visto a gente común aterrada, guiada por sus sentimientos y no por la razón seguir al pie de la letra todas las instrucciones que le convienen al imperio.
No. No confío en el imperio que en Chile masacró la dignidad de un pueblo en La Moneda y quiso aplastar su espíritu calle por calle, ese que quiso callar el hartazgo silenciando a Víctor Jara. No confío en aquella nación a la que Gabo tanto temía por esa brutal masacre contra unos humildes bananeros inconformes. No confío en los directores de la operación Cóndor. No confío ni creo en su destino manifiesto.
En cambio, sí creo en el derecho de vivir en paz. En la esperanza y la fortaleza. Yo creo en el pueblo como un David contra Goliat. Yo creo que todo lo verdadero y justo terminará por triunfar.
No confío, y te invito a no confiar en lo que en el televisor se dice. Te invito a cuestionar. ¿Por qué la locura de los tambores de guerra hoy se desata sutilmente contra un pueblo silenciado? ¿Por qué no te dejan conocer lo que ellos dicen? ¿Por qué los otros dan propaganda, pero ellos no?
Nunca creeré en el imperio norteamericano, en ese país, en mi vecino del norte, en el nuestro, el de los más de 120 millones de mexicanos, con quien compartimos 3 mil 152 kilómetros, no confío y sonará a locura, pero tengo mis razones. Ya muchas veces han pisoteado nuestra soberanía mexicana y la de nuestros hermanos del continente. Hoy lo quieren hacer contra uno de sus principales rivales, es un ensayo de prueba a algo que nos puede esperar a nosotros y no esperaré a que vengan a aquí. Esta guerra es un aviso, un violento golpe a la mesa, un grito a todos los pueblos: ¡sumisos! Yo por eso no confío.
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