En diversas ocasiones, y ante diversas personas, me han hecho esta pregunta. Siempre contesto que no, porque, dado que no soy de hablar mucho, prefiero simplificarlo en ese “no”. Al decirlo, y sobre todo si se lo digo a otras mujeres como yo, genero molestias y hasta críticas lascivas y denostaciones (si se pone agresiva la cosa). Sin embargo, hoy, en el Día de la Mujer, me gustaría abundar en mi “no”.
Digo hoy, pues, que sí soy y no soy. Sí soy feminista, porque estoy a favor de la emancipación de las mujeres. Ninguna mujer que haya vivido en carne propia cualquier tipo de abuso (psicológico, de poder o sexual) a manos de un hombre puede abstraerse de la lucha de las feministas y negar que ésta es necesaria. Pero no lo soy porque considero que, antes que ser feminista, soy (o pretendo y trabajo por serlo) revolucionaria.
Y alguien podría argumentar: “bueno, pero una cosa no se contrapone con la otra”. Y es cierto. No obstante, prácticamente desde la Guerra Fría, la propaganda occidental se ha empeñado en darle una carga negativa a ciertas palabras, de demonizarlas ante la opinión pública; entre ellas se encuentran “socialismo”, “comunismo” y, por supuesto, “revolucionario”. Actualmente, ser revolucionario es sinónimo de revoltoso, de gente sin quehacer, de alebrestadores sociales, de maiceados busca problemas, etc.
Eso, aunado a la caída de la Unión Soviética, propició una desbandaba entre aquellos que se decían revolucionarios. En un mundo que ya había “expuesto” que el socialismo no era la salida, que ya había “mostrado” que el capitalismo era el mejor de los sistemas, la lucha revolucionaria y los revolucionarios salían sobrando, porque la lucha por un mundo mejor ya no era necesaria, “ya vivíamos en el mejor de los mundos”.
Fue así como surgieron y se afianzaron las corrientes exclusivistas como el ecologismo, el antirracismo, el feminismo, el pacifismo, etcétera, etcétera, etcétera, que más que unificar la lucha, la dividen, la disgregan y la aniquilan, porque los pacifistas sólo luchan por la paz; los ecologistas, por el medio ambiente; y las feministas, por la mujer. Pero estas luchas, parciales y cortas de una visión universal de los fenómenos, no reparan en que los problemas ecológicos, raciales y de género que enfrenta el mundo son consecuencia, precisamente, de la formación económico-social en la que vivimos. Y son incapaces de ver, asimismo, que, si no se resuelven la contradicción y los problemas fundamentales de este sistema, tampoco se resolverán los problemas particulares por los que ellos luchan.
¿Y cuáles son esos problemas fundamentales? La extrema desigualdad social que genera el sistema y, como consecuencia, la pobreza en que viven sumidos millones de seres humanos. Ésa debería ser la lucha de todos aquellos que se dicen progresistas, de todos aquellos que buscan mejorar la vida de los hombres. Y ésa es la lucha a la que yo me aboco.
Yo, por eso, no soy ni puedo ser exclusivamente feminista. Mi lucha, mi bandera de progreso es la de lograr que todos los seres humanos lleven vidas dignas de ser vividas. Yo lucho por los pobres y marginados, por los jóvenes, por el medio ambiente y, desde luego, por las mujeres y las feministas. No sé si mi brega sea superior o no, pero estoy segura de que es más abarcadora y de que (a diferencia de las luchas parciales) busca el bienestar de todos. Pero, repito, sí soy feminista porque un verdadero revolucionario tiene, por fuerza, que ser feminista... y también ecologista, pacifista, antirracista, etcétera. Como dijo Luxemburgo: “Quien es feminista y no es de izquierda, carece de estrategia. Quien es de izquierda y no es feminista, carece de profundidad”.
A mis amigas feministas sólo les digo: es muy loable la lucha por las mujeres, pero tienen que saber que en este sistema sólo lograrán cambios estéticos. Los cambios de fondo se alcanzarán solamente si se unen en una lucha con todos los marginados y apaleados por el neoliberalismo capitalista. Entendamos que cambiar el lenguaje por uno “más inclusivo” (en nombre de lo cual se cometen, además, verdaderas atrocidades léxicas y gramaticales), pedir representación mínima de mujeres en el Congreso y las elecciones o exigir que las empresas contraten a un porcentaje mínimo de mujeres no abonan a la verdadera emancipación de la mujer, sino, muy por el contrario, buscan adormecerla haciéndole creer que ya ha alcanzado su liberación cuando, en realidad, ni ha comenzado a cruzar el río. Esos son cambios estéticos que buscan contener la inconformidad.
La verdadera emancipación de la mujer sólo puede darse en una sociedad que deje de considerarla como propiedad y mercancía. Pero la mujer no debe olvidar que no es sólo ella propiedad y mercancía; también lo son los miles de obreros pobres, los campesinos enajenados, la juventud idiotizada. El problema, que se manifiesta más severamente en la mujer (y, con especial dureza, en la mujer pobre), es el sistema en su conjunto. Por lo tanto, para que las mujeres alcancen su verdadera liberación, se debe cambiar la estructura social que nos rige hoy día.
No nos conformemos, pues, con cambios superficiales que quieran adormecernos. La lucha es más grande; la lucha abarca a millones de seres humanos que sufren vidas de miseria y marginación. Luchemos por todos, que, al hacerlo, estaremos luchando también por las mujeres.
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