Bien demostrado está por las ciencias sociales que, en las primeras etapas de su existencia, la humanidad sobrevivió gracias al trabajo colectivo y al reparto igualmente equitativo de los bienes por ella producidos, principalmente mediante la recolección, la pesca y la caza.
Diversos trabajos como los de Lewis Morgan (La sociedad primitiva), Federico Engels (El origen de la familia, la propiedad privada y el estado) o Paul Descamps (Estado social de los pueblos salvajes), demostraron la existencia de un comunismo tribal como origen prehistórico de todos los pueblos y civilizaciones. Comunidades pequeñas, unidas por vínculos de sangre, en las que imperaban la propiedad colectiva de sus primitivos instrumentos de trabajo, constituidas por individuos libres, con iguales derechos, sin otra autoridad que la que se reconocía a los más experimentados o a los que democráticamente se les asignaba alguna responsabilidad.
El desarrollo de las capacidades productivas del trabajo, como resultado del perfeccionamiento de herramientas, aperos de labranza y todo tipo de instrumentos de producción, posibilitó la generación de más bienes, de más riqueza de la que se consumía para la supervivencia de la especie y, con ello, el acaparamiento con la subsecuente división entre ricos y pobres con el surgimiento de la propiedad privada. Dice Marx en El Capital: “solo cuando los hombres se han levantado de su primitivo estado animal y su trabajo ya está, por lo tanto, asociado en cierto grado, sobrevienen relaciones en que el sobretrabajo del uno es la condición de la existencia del otro. Al principio de la civilización, las fuerzas productivas adquiridas por el trabajo son pocas, pero también lo son las necesidades, que se desarrollan junto con los medios de satisfacerlas. Además, la proporción de la parte social que vive del trabajo ajeno, respecto de la masa de los productores inmediatos, es en esos principios insignificante”.
Junto con la emancipación de una parte de la humanidad de las tareas productivas directas, con la separación entre el trabajo manual y el intelectual, especialización que permitió una evolución aún más rápida de los instrumentos y técnicas para producir, se incrementó igual o más aceleradamente la explotación del trabajo ajeno que llegó a extremos tan brutales e inhumanos que, justamente para tranquilizar lo que les quedaba de humano a las clases privilegiadas, negó a los esclavos su reconocimiento como seres de la misma especie que sus explotadores, relegándolos a una imprecisa categoría entre animales o cosas, como se lee en el derecho romano esclavista que llamaba a los esclavos instrumentos parlantes.
Aún el pensador más grande de la Antigüedad, como llamara Marx a Aristóteles, diferenciaba a esclavos de hombres libres en que los primeros eran “instrumentos vocales” propiedad de los segundos que eran animales políticos, ciudadanos miembros de la polis. Aún más, el estagirita dice en su Política que los derechos ciudadanos “deben quedar reservados para los que no necesitan trabajar para vivir”.
De allí que desde los documentos más antiguos que se han rescatado encontremos expresiones llamando a la subordinación absoluta ante los poderosos, “Dobla el espinazo ante quien es tu jefe”, se lee en la Sabiduría de Ptah-hotep, datado en Egipto en el tercer milenio a. de C.; y a que acepten que su origen es inferior y que deben, por tanto, resignarse a su condición, así en el Código de Manu, la India hacia el siglo III a. de C., se dice que la casta de los brahmanes la ha creado de sus labios el Señor del Mundo; la de los chatrias, de sus manos; la de los vaisías, de sus caderas; y la casta inferior (los sudras-esclavos) la ha creado de sus pies.
El mismo documento indio alentaba a las sudras a ser laboriosos y sumisos para ser recompensados en la otra vida con su ascenso a una categoría social superior. De la misma manera son antiquísimas las rebeliones de los explotados contra su injusta situación. La más famosa de ellas es, sin duda, la que encabezó Espartaco en la antigua Roma en el siglo I a. de C. Sin embargo, como hizo notar Lenin al analizar las luchas de los esclavos contra sus opresores, estos “se sublevaban, organizaban rebeliones, emprendían guerras civiles, pero nunca podían crear una mayoría consciente capaz de dirigir la lucha, no podían comprender claramente hacia qué objetivo marchaban, e incluso en los momentos más revolucionarios de la historia siempre resultaron ser juguetes en manos de las clases dominantes”.
Los anhelos de una vida auténticamente humana, donde los trabajadores puedan gozar de los productos de su trabajo, en la que todos puedan acceder a las más elevadas creaciones de la cultura y donde la ambición, la envidia, la violencia, los abusos, el hambre, la pobreza, la guerra, el fraude y todas las lacras que acarreó el surgimiento de la propiedad privada, se han mantenido a lo largo de los siglos en explosiones de descontento a lo largo y ancho del globo, lo mismo que en las manifestaciones artísticas, destacadamente las obras literarias que en Hesíodo, Virgilio, Ovidio, Shakespeare y Cervantes, por citar algunos, rememoran la llamada “edad de oro”. Recordemos únicamente un fragmento del Discurso a los cabreros, Cap. XI de la Primera parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.
Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes… No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza.”. Similares llamados a la bondad humana y denuncias de la crueldad de la sociedad clasista hicieron en su momento personajes como Tommaso Campanella, Thomas More, el Conde de Saint Simon y Robert Owen, quienes propusieron modelos de organización social, algunos poniéndoles en práctica con relativo éxito, pero que a pesar de su honradez intelectual y política no llegaron a comprender que, como lo expresó Engels con claridad meridiana, “las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se trata”.
El parteaguas en el desarrollo del socialismo, que permitió pasar de la utopía socialista a la comprensión de las leyes del desarrollo social, que no solo posibilitan, sino que exigen la sustitución de un modo de producción por otro que supere las contradicciones del antiguo, fueron sin duda los estudios filosóficos y económicos de Marx y Engels, fundamentalmente la publicación de Das Kapital en 1867.
Es entonces que, siguiendo a estos genios del pensamiento y héroes de la lucha proletaria, los partidos políticos de corte socialista marxista se dieron a la tarea de elevar al proletariado de clase en sí en clase para sí, es decir que adquiera conciencia del papel que juega en la moderna sociedad como clase fundamental, productora de toda la riqueza, y, por tanto de la fuerza que su carácter imprescindible así como su número le garantizan con la sola condición de que, haciendo conciencia de la misma, traduzca esa comprensión en una acción planificada, coordinada y resuelta para conseguir las transformaciones políticas y económicas que pongan fin a su situación de explotados al mismo tiempo que eleven sustancialmente sus condiciones de vida e imposibiliten que en un futuro un grupo social explote a otro.
Tales propósitos podrían calificarse de un hermoso sueño, el más hermoso de todos, el de una humanidad hermanada, sin envidias, ambiciones, fronteras o guerras, como el que plantea John Lennon en su inmortal Imagine, pero la parte más resuelta, clara y valiente de la humanidad ha hecho intentos cada vez más serios y exitosos para lograrlo.
El primero de ellos fue el 18 de marzo de 1871, cuando los trabajadores parisinos lograron instaurar en la ciudad capital de Francia un gobierno revolucionario: La Comuna de París, pero sin duda el que dividió la historia moderna de la humanidad en un antes y un después fue el triunfo del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso Bolchevique el 7 de noviembre de 1917. El triunfo de la alianza de obreros y campesinos encabezada por Vladimir Lenin logró en una limitada y rápida enumeración: poner fin a la autocracia zarista para sustituirla por un régimen democrático soviético; abolición de todos los títulos nobiliarios estableciendo la igualdad entre los ciudadanos; otorgó libertad a las diversas nacionalidades para independizarse o integrarse en plena igualdad al nuevo Estado socialista; fue el primer país en legalizar el derecho de la mujer al divorcio, la obligación de los padres a contribuir a la manutención de los hijos; se crearon las primeras guarderías para los hijos de las madres trabajadoras; se garantizó el derecho al aborto y la igualdad salarial entre hombres y mujeres; fue el primer país en despenalizar la homosexualidad, estableciendo que la sexualidad de los individuos no es de incumbencia estatal; se estableció la enseñanza obligatoria, gratuita, universal y laica; se erradicó el analfabetismo; se acabó con el hambre; la revolución bolchevique provocó el mayor avance de las fuerzas productivas de un país en la historia.
De un país atrasado, semifeudal y principalmente analfabeto en 1917, la URSS se convirtió en una economía moderna y desarrollada, con una cuarta parte de los científicos del mundo, un sistema de salud y educación igual o superior a lo que se encontraba en Occidente, capaz de lanzar el primer satélite espacial y poner al primer hombre en el espacio. En la década de 1980, la URSS tenía más científicos que Estados Unidos (EE. UU.), Japón, Gran Bretaña y Alemania juntos. El 7 de noviembre de 1917 el socialismo saltó de los libros y organizaciones políticas, a intentar ser construido en alrededor de 20 países. El ejemplo contemporáneo más importante de su significado para la humanidad es el de la República Popular China, único país que ha logrado erradicar de su vasto territorio el flagelo de la pobreza, desbrozando el camino para un futuro más esplendoroso, ese que empezó a iluminarse hace 105 años con el llamado leninista a luchar por paz, pan y trabajo.
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