Cientos de millones de niños del mundo se encuentran en zonas de guerra declarada o en medio de conflictos violentos de diversos tipos, donde son víctimas de asesinatos, mutilaciones y abusos de todo tipo que les provocan traumas imborrables.
En la Navidad del año 2024, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia hizo público un reporte sobre este delicado asunto: “Más de 473 millones de niños y niñas –al menos 1 de cada 6 a nivel mundial– viven actualmente en zonas afectadas por conflictos. El número de situaciones de conflicto en todo el mundo es el más alto registrado desde la Segunda Guerra Mundial. Además, el porcentaje de niños y niñas que viven en estas regiones se ha duplicado, pasando de alrededor del 10% en la década de 1990 a casi el 19% en la actualidad … La repercusión sobre la salud mental de los niños y niñas también es enorme. En los más pequeños, la exposición a la violencia, la destrucción y la pérdida de seres queridos puede manifestarse mediante depresión, pesadillas y trastornos del sueño, así como a través de comportamientos agresivos o retraídos, tristeza y miedo”, dice el reporte.
Esta es una arista, la más dolorosa y triste porque agrede a los seres humanos más pequeños, indefensos e inocentes, de la situación provocada por el afan imperial de los capitalistas que dominan el planeta, de apoderarse de riquezas y territorios ajenos para enriquecer a esa élite concentradora de medios de producción, comercio, finanzas y armas, que ha acumulado riqueza como nunca antes en la historia, pero que jamás se sacia de acumular y tampoco tiene compasión de las víctimas que deja por el camino.
Esa élite no ha dejado de prometer en falso un mundo mejor cada que se presenta la ocasión. Una de esas grandes ocasiones fue en 1941. En plena Segunda Guerra Mundial, a bordo del buque de guerra USS Augusta, anclado en la Isla de Terranova, se reunieron el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt y el primer ministro de Inglaterra Winston Churchill, los más altos dignatarios de las dos potencias capitalistas más poderosas de esa época, y ofrecieron que, una vez derrotado el nazismo (tarea que en lo fundamental no recayó en esas potencias, sino en el pueblo y el Ejército Rojo de la URSS, a un costo de más de 25 millones de vidas), vendría una época de paz, prosperidad, respeto a las naciones y el cese de las anexiones territoriales.
Los compromisos, transmitidos al mundo a través de la radio, conocidos como La Carta del Atlántico, incluían renunciar al engrandecimiento territorial (o sea, no invadir a otros países); respetar el derecho de los pueblos a elegir el régimen de gobierno bajo el cual deseen vivir; una “colaboración más estrecha entre todas las naciones para conseguir mejoras en las normas de trabajo, prosperidad económica y seguridad social”; “una paz que proporcione a todas las naciones los medios de vivir seguros dentro de sus propias fronteras, y a todos los hombres en todas las tierras una vida libre de temor y de necesidad”; “permiso a todos los hombres de cruzar libremente todos los mares, y abandono por todas las naciones del mundo del uso de la fuerza, prestando ayuda y aliento a todas las medidas prácticas que puedan aliviar de la pesada carga de los armamentos a los pueblos que aman la paz”, y otras cláusulas igualmente melífluas y convenientes para aparecer ante el mundo como pacificadores, progresistas y justicieros.
Transcurridas casi ocho décadas del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la que Estados Unidos salió como vencedor, con su territorio intacto y con un número de bajas notablemente menor a los que tuvieron la URSS y China, se puede concluir que nada de lo ofrecido en la Carta del Atlántico se cumplió. Al contrario, las invasiones armadas, los bloqueos económicos, la intervención abierta en las decisiones de otros países han sido el pan de cada día y hoy estamos, dicho por observadores dedicados al tema, en un escenario peor que el de esa conflagración mundial de los años 40: “ Actualmente hay 56 conflictos, la mayor cantidad desde la Segunda Guerra Mundial”, se lee en el índice Global de Paz 2024.
Pero esos conflictos a esa escala gigantesta no son responsabilidad de la humanidad en general, sino de esos poderes económicos y políticos que dominan el capitalismo mundial, que han sembrado ochocientas bases militares por todo el globo terráqueo, invaden territorios, imponen brutales sanciones económicas, ofrecen, como en los westerns fílmicos, recompensas fuera de cualquier ley para detener a jefes de Estado elegidos por sus respectivos pueblos; permiten y alientan en los hechos el tráfico de drogas y hacen negocios con él; empobrecen a los países y obligan a millones de personas a migrar por tierra, mar y aire, donde muchas, incluidos niños, mueren. Y a otros migrantes, “a los que pusieron pie en tierra y no fueron expulsados, les espera el eterno calvario de la explotación, de la intolerancia, del racismo, del odio a la piel, de la sospecha, del envilecimiento moral”, escribió Saramago.
Esos poderosos, concentradores de riqueza y de instrumentos de muerte, son los culpables de llos fallecimientos, heridas y traumas de millones de niños, entre los que destacan en nuestros días, por la crueldad, cinismo e impunidad con que son masacrados, los de Palestina. Esos depredadores son los que deben ser sustituidos de sus puestos de control económico, político y mediático, juzgados por sus crímenes de lesa humanidad e incapacitados para siempre para concentrar la riqueza que generamos entre todos. Una inmensa tarea que deberán hacer los mejores hombres y mujeres de la humanidad si quieren salvar a los niños y a la especie humana.
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