MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

REPORTAJE | Cazar en Arroyo de la Plata; año 1966 (I/II)

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* En este texto, el autor describe la vida de los cazadores que viajaban en tren desde Zacatecas, su preparación, desafíos como el frío o las víboras de cascabel, y cómo aprovechan los recursos del desierto para sobrevivir

El tren que venía de México e iba a Ciudad Juárez pasaba todas las noches, si mal no recuerdo, por la ciudad de Zacatecas, a eso de las 8 de la noche, aunque nunca fue puntual. Por eso el que viajaba en tren tenía que armarse de infinita paciencia y esperar.

Se podía aprovechar el tiempo en hacer lo que se le viniera en gana: comprar y comer enchiladas, tacos de papa, tamales, tomarse un café o un atole de pinole, platicar con los amigos u otros pasajeros que, conscientes de la espera, platicaban gustosos, o incluso se podía hasta cabecear un rato.

Todos sabían de la impuntualidad del tren y que aunque se dormitara, se tendría que despertar con el poderoso silbato e infernal ruido de la locomotora.

Todos los viernes, a esa hora, los cazadores también esperaban y se subían al tren. Eran grupos de cuatro o cinco, dos o tres, aunque otros ya lo habían abordado en la población de Guadalupe y otros lo harían en Calera o Fresnillo u otras estaciones.

 Todos iban armados de escopetas, cuchillo de monte o machete, fósforos, un morral con bastimentos y una cantimplora con agua, esta última absolutamente imprescindible en esta zona del país.

Ninguno de esos grupos de cazadores iba a Torreón y mucho menos a Ciudad Juárez. Abordaban el tren para bajarse en estaciones intermedias, de pequeños poblados, a los que llegaban muchas de las veces a las tres, cuatro o cinco de la mañana para luego internarse en esas inmensas llanuras en busca de la caza de animales. 

Al bajar del tren se abrochaban lo mejor posible las chamarras y esperaban un poco para aclimatarse al frío de la madrugada. La caza de conejos y liebres comenzaba a esas horas, en las que estos animales están más activos. 

Una vez iniciada la actividad, el cazador aplicaba el principio de que “todo lo que corre, nada o vuela, a la cazuela” y habría que agregar que si se arrastra o repta también, sobre todo si sabe que se puede comer o vender.

El cazador no le perdona la vida a casi nada. Por eso rara vez los coyotes se interponen en el camino o rumbo de los cazadores; su experiencia les ha dicho que aunque compiten por las mismas piezas, los hombres son más poderosos, implacables y sanguinarios que ellos mismos y rara vez se arriesgan a enfrentarse con tan poderoso enemigo.

Cuando amanece, antes de que salga el sol, los cazadores juntan pequeñas ramas y leña seca y encienden fuego para calentarse y calentar su desayuno. Este puede consistir ya sea de algún animal cazado o lo que preparan desde un día anterior: saben que sólo pueden comer una parte de lo que llevan, pues necesitan guardar para la comida y, de ser posible, para la cena.

La jornada es larga y nunca se sabe el resultado de la cacería; si esta es buena, podrán comer una parte de la misma, pero si no hay nada, que muchas veces suele ocurrir, no es una opción agradable. Sólo hasta la noche, en el tren de regreso a Zacatecas, podían comer algo; por eso eran precavidos al comer y no agotaban sus reservas de una sola vez.

Una vez en marcha y en su trabajo, la puntería de los cazadores debe ser extraordinaria, casi infalible. Tiene que serlo, pues de otra manera, el día se pierde y es una semana sin comida.

En caso de no obtener nada en la caza, se tiene que buscar trabajo para comer, pues la próxima cacería solo puede ser ocho días después; por eso el cazador no puede darse el lujo de fallar. 

Casi con cada escopetazo la víctima cae o sobrevive poco tiempo. El animal muerto es recogido, examinado y de inmediato despojado de sus vísceras, las cuales dejan para aprovechamiento de otros habitantes del desierto.

En este inhóspito lugar no se puede desperdiciar nada y cada ser vivo, o lo que pueda aprovecharse de él, forma parte de la cadena alimenticia.

Los morrales de los cazadores se van llenando poco a poco con palomas salvajes, codornices, “cotuchas”, como les dicen los cazadores de Zacatecas, ratas de campo, liebres y conejos.

Las víboras de cascabel también forman parte de ese “menú”, solo que con estas hay que tener mucho cuidado, pues si algún cazador es picado por este reptil, inmediatamente se invierten los papeles de cazador en cazado, pues en un lugar alejado casi por completo de la civilización, en donde se tienen que caminar muchos kilómetros o ser cargado por sus compañeros, es casi seguro que no se llega vivo con ningún médico ni a ningún centro de salud.

El siseo de la víbora de cascabel es un indicador inequívoco del peligro y, a la vez, de la ubicación de la víbora. El cazador o el grupo puede valerse de un disparo de escopeta, un machetazo, una larga rama o simplemente piedras del suficiente tamaño para completar el trabajo.

Después, hay que cortar la cabeza del animal, cuidando de no tocar los filosos colmillos, tirar de la piel hacia atrás y jalar con fuerza. La piel del reptil se desprenderá, íntegra, dejando limpio el cuerpo de la serpiente. 

Después, deben abrir el vientre y sacar las vísceras. Una vez hecho lo anterior, también la víbora estará lista para la venta. La cabeza es enterrada o cubierta con piedras porque aún muerta sigue siendo peligrosa.

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