MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

CUENTO | El niño, el perro y el huracán

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Una calurosa tarde, repentinamente, llegó un perrito negro con manchas cafés hasta donde un grupo de niños jugaba canicas en la calle. Los chiquillos corrieron a abrazarlo y enseguida decidieron entre risas su nombre: “Que se llame ‘Pulgas’”, dijo Emilio, “Panchis”, dijo Felipe; mejor “Poncho”, exclamó Raulito. “Pinchos”, gritó Pablito, un niño de 8 años, piel morena, cabello chino y vivaces ojos negros, y todos estuvieron de acuerdo.

Sin importarles el calor extremo, entre juegos de canicas, futbol, escondidas, “Eres”, carreras y otros más, pasaban cada tarde los chiquillos de una colonia de la periferia de Acapulco. Cuando empezaba a oscurecer, se metían a descansar a sus casas, todas construidas con material muy frágil.

En las mañanas, todos acudían a la escuela, corriendo entre calles llenas de polvo y de lodo cuando era temporada de lluvias. Cuando llegaban a sus precarios hogares, se sentaban en la puerta de su casa a esperar la llegada de sus papás para comer juntos antes de hacer la tarea y salir a la calle a jugar.

La mayoría de los hombres y mujeres que habita en colonias ubicadas al poniente de Acapulco, en los cerros, viven sin los servicios más elementales, trabajan en hoteles, restaurantes, centros turísticos o se dedican a la venta ambulante de diversos artículos como aguas de sabor, pulpas, nieves, dulces, trajes de baño, toallas, shorts, pulpas o souvenirs elaborados con conchas.

Con el paso de los días, el cachorro “Pinchos” se convirtió en amigo de todos los niños de la colonia: le compartían de su comida, le daban agua y hasta lo bañaban. Cuando a lo lejos veía que uno de sus amigos llegaba a la colonia, el perro salía de la sombra de un frondoso árbol y corría a recibirlo, meneando la cola de un lado a otro. A todos recibía con la misma alegría y todos lo querían por igual. 

Sin embargo, Pablito pasaba muchas horas solo y se encariñó más con el peludo. Su abuela materna vivía dos casas arriba, su mamá hacía turnos de enfermería en una clínica particular y su papá aprovechaba cualquier trabajo de albañilería, aunque tuviera que salir de Acapulco por largas temporadas.

Su casa era de madera y el techo de láminas de cartón y galvanizadas. Para aprovechar el hueco entre una enorme roca y el suelo, el papá de Pablito metió a presión algunas tablas. En ese espacio colocó dos tambos que eran surtidos de agua por una manguera y ese ingenioso lugar lo utilizaron para bañarse. ¿Quién se iba a imaginar que ese espacio resistiría la intensa lluvia y los vientos de casi 300 kilómetros por hora provocados por el huracán “Otis”?

La tarde del 24 de octubre, Leticia, la madre de Pablito, le recomendó portarse bien, lo persignó y se fue a la clínica, donde pasaría la noche; su papá estaba trabajando en Chilpancingo. Pablito, antes de dormirse, fue a cenar con su abuela Lena, que le dio café con leche y un bolillo con queso. La mujer le insistió que se quedara en su casa, pero el pequeño no quiso y junto a su inseparable “Pinchos” regresó a su vivienda.

El viento silbaba fuertemente; se oía como si pasaran volando muchas cosas y luego se estrellaban con fuerza y al paso de las horas el viento arreció. Aprovechando que quería ir al baño, Pablito decidió asomarse, pero el aire casi lo tumbó: no dimensionaba lo que estaba pasando ni el peligro que corría,  así que decidió salir, agarrándose de unas tablas para, paso a paso, llegar debajo de la enorme roca que ocupaban como baño, seguido de su fiel perro.

Justo cuando llegó, crujió el árbol bajo el que “Pinchos” disfrutaba sus descansos y desde las rendijas de las tablas vio cómo se desprendió desde la raíz. Debido a la oscuridad no podía ver más; sólo que la parte turística de Acapulco, donde hay infinidad de luces multicolores de los hoteles, restaurantes, centros turísticos, la costera Miguel Alemán y los barcos, estaba totalmente en penumbras. Sólo escuchaba al viento silbando con fuerza siniestra, el sonido de enormes rocas rodando, gritos y cosas que pasaban volando para después caer.

El viento de repente sacudía las tablas que lo guarecían, pero no logró derribarlas porque estaban bien empotradas bajo la gran roca. Fueron casi tres horas de terror las que el pequeño soportó aferrado a “Pinchos”, al que decía, “no tengas miedo, ya va a pasar”… Cuando ya no se oía nada, la gente comenzó a salir con sus lámparas y vieron con tristeza muchas casas derribadas, algunas sin techos; no había árboles, pero sí gritos de gente buscando a sus familiares. Todo era caos.

Él permaneció quieto, en shock, totalmente empapado, pues la lluvia si entró por las ranuras de las tablas. No sabía qué hacer hasta que alguien lo alumbró con una lámpara, y casi al amanecer gritó Doña Lena: “Aquí está Pablito, está bien”. Sólo entonces soltó a su mascota y abrazó a su abuela mientras lloraban.

Dos horas después, con los pies sangrando porque en su desesperación se le cayeron los zapatos al caminar presurosa entre piedras, ramas, madera, muebles, estructuras metálicas, pedazos de vidrio, láminas y enormes lodazales, llegó la mamá de Pablito y sólo atinó a abrazarlo con fuerza mientras un torrente de lágrimas escurría en su rostro.

Sólo faltaba don Silvano, padre de Pablito, quien, al enterarse de la tragedia intentó regresar de inmediato de Chilpancingo para ver a su familia, aunque lamentablemente las carreteras estaban llenas de escombro y se quedó con una brigada que realizaba labores de limpieza. Otro trabajador vio su desesperación y lo ayudó a llegar a Las Cruces, dos días después.

“El lugar era irreconocible. Cuando por fin logré saber dónde estaba empecé a caminar entre lodo, rocas, infinidad de basura y comencé a subir el cerro donde estaba mi casa, necesitaba saber cómo estaba mi familia, sólo me detuve en tres ocasiones a ayudar a la gente a sacar a sus familiares que estaban bajo los escombros”, dijo Silvano.

El cerro estaba pelón, sin árboles ni casas, lo que aceleró el corazón y los pasos de Leticia, quien siguió caminando hasta que desde arriba la vio el perrito, que ladrando y moviendo la cola comenzó a bajar, seguido de Pablito, al que encontró y abrazó con mucha fuerza. Enseguida este le narró cómo logró sobrevivir al huracán y que su fiel “Pinchos” no lo dejó solo ni un momento. El niño dice que su perrito lo salvó, pero fue Pablito quien mantuvo la calma y de forma valiente se puso a salvo junto con su mascota de la furia de “Otis”.

La realidad es que dos corazones nobles latieron al unísono, y juntos sobrevivieron esa aciaga madrugada, en la que el huracán arrasó con todo lo que encontró a su paso, menos con la esperanza de dos seres inocentes que hoy siguen disfrutando la vida.

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