MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El cerco a los derechos laborales

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En México la política en torno a la defensa de los derechos laborales se diseña desde los organismos internacionales y de gobierno. Desde sus oficinas controlan la discusión y resoluciones sobre las cuestiones del trabajo. En este entramado institucional el trabajador es actor pasivo, no fue él quien promovió su creación, no es él quien lo dirige, y tampoco está presente en los debates y deliberaciones que se llevan a cabo en su nombre. Las organizaciones modernas encargadas de la regulación de las relaciones laborales, tanto a nivel internacional como nacional, son resultado de los esfuerzos conscientes por orientar las disputas entre los trabajadores y sus patrones por cauces que no amenazan la “paz social”. Entiéndase por esto, lograr el acuerdo entre tres actores fundamentales: gobierno, empleadores y trabajadores.  En los hechos, esta estrategia de armonía es una maniobra exitosa para ocultar la oposición de intereses entre las clases. Factores de tipo ideológico, político y económico han coadyuvado a la ilusión del desvanecimiento paulatino de las diferencias.

Desde el aspecto ideológico, todo un destacamento de intelectuales ha difuminado el carácter contradictorio de la sociedad dividida en clases. En lugar de ellas hay individuos, todos ellos en igualdad de derechos y oportunidades. Se distinguen en sus habilidades, destrezas y aspiraciones. Son estas características las que determinan el lugar que ocupa una persona en las cadenas de jerarquía económica y de poder que se reproducen en todos los niveles de organización social. Alcanzar un nivel superior de mando y bienestar depende exclusivamente del talento de los individuos para identificar y aprovechar las oportunidades disponibles para todos por igual.

Por otro lado, el tipo de relaciones que existen entre los individuos son de mutuo acuerdo. Dentro de los centros de trabajo esta idea se traduce en la colaboración entre trabajadores y patrones. Ambos se benefician por igual si la empresa produce y vende más. El trabajador conserva su empleo y salario, el dueño obtiene la recompensa por el riesgo que corre al invertir. De la comunión de intereses se sigue la unión de los esfuerzos. Si empleadores y empleados tienen los mismos intereses y negocian su colaboración en igualdad de condiciones, entonces no hay manera de que el contrato laboral favorezca a una de las partes en detrimento de la otra.

Bajo estos supuestos, el conflicto sólo tiene cabida si una de las partes decide no respetarlo. Si el trabajador exige un salario mayor o una jornada de trabajo más corta, entonces busca sacar ventaja de la mano amiga que le tiende el patrón al darle empleo. Cuando el patrón es el que no cumple también puede ser acusado de tramposo y codicia. Sin embargo, como veremos más adelante, cuando se trata de este último existe otro recurso para eximirlo de responsabilidad. Lo importante a resaltar aquí es la idea de que el conflicto entre las clases no deviene de intereses opuestos, sino de malas conductas. Este razonamiento tiene dos implicaciones: la causa del conflicto no es estructural y la solución se limita a desincentivar el mal comportamiento. 

Para afinar el mecanismo de manipulación ideológica se alecciona al obrero sobre la labor altruista del patrón. Sin su dinero simplemente no hay producción, no hay empleo, no hay nada. Por tanto, es él, el patrón, el sostén material de la sociedad. El servicio que presta le autoriza tomar una mayor parte de la riqueza producida como recompensa. De aquí la responsabilidad que tiene la sociedad de procurar condiciones favorables a la inversión. Es gracias a la iniciativa empresarial de quienes poseen dinero para invertir que la masa de trabajadores puede adquirir los medios para hacerse de lo indispensable. Colaboración y gratitud es lo menos que pueden aportar desde su posición de beneficiarios.

La manipulación ideológica por sí sola no basta. La pugna entre trabajadores y patrones se halla en todo momento latente, siempre está presente independientemente de los esfuerzos por negarla. Una y otra vez adquiere un grado de intensidad que pone en riesgo la estabilidad del sistema capitalista. Se hace necesario, entonces, delimitar la escala y refrenar la profundidad que el enfrentamiento pueda alcanzar e incluso evitarlo. La experiencia histórica ha pulido prácticas que cumplen con este objetivo. Estos mecanismos no se limitan a acciones de patrones individuales, sino que demandan el concurso ya no solo de los patrones en común acuerdo, también de las estructuras de poder a su disposición.

Las peculiaridades de la lucha de clases en México han configurado esencialmente dos mecanismos de control y resolución de los desacuerdos laborales. En primer lugar, acotar el rango de demandas a aquellas de tipo económico. Las inconformidades que caben en esta categoría tienen que ver con el salario, horas trabajadas, condiciones al interior de los centros de trabajo, derecho a prestaciones, aportaciones a la vivienda y la salud, etc. Son carencias que al trabajador le interesa resolver en lo inmediato. Para ello, la forma de organización requerida es el sindicato. La lucha económica a través del sindicato tiene su propia historia. Es un nivel importante en el que se desenvuelve la lucha de clases. Sin embargo, lo que en el pasado fue un medio revolucionario de defensa de los trabajadores, hoy sirve de muro de contención a inquietudes que van más allá de las privaciones inmediatas. Planteamientos que tengan que ver con el funcionamiento económico y político de la nación entera no son temas para discutir con la masa de trabajadores.

El segundo mecanismo consiste en restringir la de por sí ya insuficiente lucha económica. El famoso corporativismo sindical viene a bloquear los intentos de organización independiente de los trabajadores. Si bien la presencia de los sindicatos ha perdido relevancia, la influencia directa del gobierno sigue operando en los sindicatos que aún persisten. La injerencia gubernamental del estado redujo a los sindicatos a la completa inoperancia. Paradójicamente, la fuerza de la unión se combina con una incapacidad de movilización. El estado mediador designa líderes y regula las demandas. De esta forma, la representación tripartita (gobierno, trabajadores y empresarios) terminó siendo unilateral, en lo sustancial favorable a los intereses empresariales. Es la disputa por el monopolio político de los sectores populares la razón por la que el gobierno se nombra representante de sus intereses. Muchas veces, con la finalidad de consolidar la base social de tal o cual régimen político se otorgaron derechos aún sin ser demandados. El reconocimiento mismo de los derechos laborales básicos fue esencialmente resultado de la iniciativa del gobierno, más no porque el proletariado mexicano los hubiera defendido activamente.

La intromisión del gobierno en las relaciones laborales no se ha limitado a la manipulación política de los sindicatos y demás organizaciones creadas para revisar y vigilar el cumplimiento de los contratos de trabajo. El estado dispone de mecanismos menos sutiles de coerción. La represión policiaca y mediática han terminado por someter todo intento por defender en serio los verdaderos intereses de las masas populares. La herencia corporativista del México posrevolucionario forjó en la mentalidad de la clase trabajadora la identificación de la palestra estatal como el escenario de las negociaciones laborales. Hasta hoy, los trabajadores ven en el gobierno su representante legítimo. Continúan en la espera de lo que éste tenga a bien ofrecerles para mejorar su situación.

A la manipulación ideológica y el control político se suman vías económicas que colocan en franca desventaja a los trabajadores. El deterioro paulatino del mercado de trabajo mina por completo su capacidad de negociación. Desempleo[1], subocupación[2], informalidad[3], subcontratación[4], todos estos problemas laborales se resumen en una mayor flexibilidad[5] y precarización[6] laboral. Esta configuración del mercado de trabajo es constantemente espoleada por las exigencias mismas del capitalismo dependiente y subdesarrollado vigente en México.

Con la implementación del modelo neoliberal el país barrió con los obstáculos a la libre entrada de capitales y mercancías. En el momento que los mexicanos entramos al juego de la competencia mundial lo hicimos con una estructura productiva rezagada en términos de tecnología y productividad. Sobre esta base productiva nuestros productos carecían de calidad y precio competitivos. Muchos productores sucumbieron a la competencia internacional. Quienes permanecieron tuvieron que adecuar insumos y tecnología para alcanzar los niveles de competitividad imperantes en el mercado mundial. Modernización tecnológica e insumos más baratos fueron las vías principales para disminuir costos, aumentar la calidad y ofrecer precios atractivos. La consecuencia de la modernización fue la disminución de la demanda de trabajo en los sectores más productivos y dinámicos. En cuanto a los insumos, la fuerte dependencia hacia los bienes intermedios y de capital importados dejó poco o nulo margen de maniobra para reducir costos por esta vía. Los esfuerzos se centraron entonces en abaratar el factor trabajo. Para ello, se inició una cruzada en contra del sistema de protección laboral que reinó durante los años previos a la apertura comercial. Flexibilidad laboral fue la exigencia de la inversión nacional e internacional.

Además de la carencia de factores productivos modernos, escaseaban los recursos para invertir. En el contexto de la crisis, las inversiones mexicanas sufrieron grandes reveses y la recuperación económica estaba condicionada al acceso al crédito internacional y la llegada de inversión extranjera. Esta llegó imponiendo sus condiciones: desregulación comercial y financiera, un estado débil y apartado de la actividad económica, estabilidad social y la supresión de las rigideces en el mercado laboral. Los capitales internacionales instalados en México contribuyeron en mayor medida a la dinámica expuesta en el párrafo anterior. En suma, el aumento del desempleo y disminución de los salarios fueron el resultado de las presiones de la competencia global y la necesidad de atraer recursos del exterior. El magro crecimiento económico refuerza esta tendencia. De 1993 a 2019 la economía ha crecido 2.16 por ciento cada año en promedio.

Adicionalmente, el vuelco de la economía al exterior redujo las inversiones en los sectores que atendían las necesidades del mercado interno. Los productores locales también fueron afectados por la avalancha de bienes de consumo importados, en su mayoría de mejor calidad y más baratos. El déficit cada vez mayor de puestos de trabajo empujó a la población desocupada hacia actividades de poca inversión inicial, con niveles de productividad bajos, que no necesitan de trabajo calificado y sujetas a los vaivenes de la demanda. Fueron las microempresas, el tipo de unidades económicas en las que trabajan al menos diez personas, las que pululan a lo largo del territorio nacional: actualmente representan el 94.9% del total (Inegi, 2020). Junto con las pequeñas y medianas empresas concentran al 67.9% de la población ocupada y generan menos de la mitad del valor agregado (45.3%). Los micronegocios no capacitan a su personal, la mitad de sus empleados cuenta solo con la educación básica y buena parte labora en el sector informal. Son puestos de trabajo inestables, con remuneraciones bajas y sin protección social en su mayoría.

La brecha laboral, esto es la suma del desempleo abierto, el subempleo y el desempleo disfrazado (personas disponibles para trabajar pero que no buscan empleo, la desmotivación puede ser una razón de ello) es un indicador que mejor dimensiona la insuficiencia de puestos de trabajo. En marzo de 2020 la brecha fue del 20 por ciento[7] (Heath, 2020). Esto es, una quinta parte de la fuerza laboral potencial (la suma de la PEA y la población no económicamente activa (PNEA) pero disponible) no tiene satisfechas sus necesidades de trabajo. Esta situación ha sido una constante desde la apertura comercial. El exceso de fuerza de trabajo es favorable a la sustitución y rotación de personal. La facilidad de movimiento de la plantilla laboral entorpece la asociación de los trabajadores debido a la duración breve de los puestos de trabajo. Por otro lado, la falta de trabajo intensifica la competencia entre los mismos trabajadores. Así, la lucha por el empleo viene a rematar la ya malbaratada fuerza de trabajo.

Los elementos ideológicos, políticos y económicos brevemente expuestos hasta aquí han normalizado relaciones laborales que solo en apariencia son justas e inmutables. Las carencias en el trabajo, que se trasladan al hogar, son aceptadas por resignación o bajo la esperanza de la movilidad social. Sin embargo, los esfuerzos individuales por cambiar las condiciones socioeconómicas de las familias no son siempre recompensados, aun cuando se suman los sacrificios de varias generaciones. En México, 74 de cada 100 personas que nacen en el quintil más bajo no logran superar la pobreza a lo largo de su vida (CEEY, 2019).

Para revertir esta situación es necesario descubrir la esencia engañosa detrás de las apologías a la meritocracia y la comunión de intereses entre gobierno, trabajadores y empresarios; cobrar conciencia de la fuerza política que tienen los trabajadores y usarla en la defensa activa de sus intereses; y agruparse en torno a una estrategia económica nacional que fortalezca el empleo, robustezca el salario y brinde bienestar a quienes hasta hoy la economía de mercado solo ha ofrecido pobreza y marginación.

La fisonomía real de la sociedad la configuran las clases sociales. Quienes no poseen medios de producción con los cuales trabajar por su cuenta o con fuerza de trabajo contratada, y por tanto su único factor productivo es su capacidad de trabajo, tienen intereses completamente opuestos a quienes, por el contrario, poseen medios suficientes para vivir sin la necesidad de participar de forma directa en la producción de la riqueza material. Los primeros reclaman salarios, jornadas de trabajo y condiciones laborales que les brinde una vida digna en términos económicos, fisiológicos, y espirituales. Los segundos, llevar al mínimo los salarios y al máximo las horas de trabajo. Las estadísticas al respecto dan cuenta de qué intereses son los que han predominado: de 1987 a 2017 el salario perdió 80% de su poder adquisitivo, medido por la canasta básica (CAM, 2018); del conjunto de los países miembros de la OCDE México es el que más horas trabaja al año (OECD, 2016).

Los primeros venden su fuerza de trabajo, su capacidad productiva, a cambio de un salario. Este monto equivale a la suma de bienes y servicios necesarios para la conservación y reproducción de su fuerza de trabajo. Esta retribución es cuantitativamente menor al valor total contenido en las mercancías que produce. Es decir, su costo es menor al valor que crea. A mayor intensidad y duración del tiempo en que la fuerza de trabajo se halla en acción mayor será esta diferencia. De esta cualidad especial, el despliegue de trabajo humano incrementa el valor de las inversiones iniciales. El título de propiedad sobre todos los factores de la producción otorga el mismo derecho de propiedad sobre este nuevo valor no retribuido a su creador. He aquí la fuente de las fortunas que se acumulan en cada nuevo inicio del proceso de producción. Y he aquí el contenido objetivo de la lucha de clases. El contrato de trabajo, aún en las mejores condiciones, da cobijo a esta otra relación: el enriquecimiento de los patrones a costa del trabajo ajeno. 

La riqueza material de toda sociedad, independientemente de quien la posea, es fruto del esfuerzo físico y mental de los productores directos. Su actividad productiva hace posible la preservación y reproducción de la sociedad entera. Reclamar una mayor participación en la riqueza social producida por ellos es un derecho legítimo. En la medida en que los trabajadores tomen conciencia de ello, en esa medida crecerá la inconformidad hacia todo intento por menoscabar este derecho. Sin embargo, la toma de conciencia por sí sola no modifica la realidad. Es necesario actuar sobre ella. El contexto político mexicano actual ofrece una oportunidad para ello. Las condiciones actuales del mercado de trabajo son un impedimento real a la reconquista y extensión del terreno de los derechos laborales. Combatir el desempleo, la informalidad, la subocupación y demás padecimientos del mercado laboral significa limitar las posibilidades de los patrones para imponer sus condiciones. Significa aumentar la capacidad de negociación de los trabajadores.

Continuar por la vía del neoliberalismo nos conducirá a un deterioro cada vez mayor de las condiciones laborales. Lo mismo que si el gobierno ofrece paliativos y/o endurece las sanciones a la violación de las leyes que protegen el trabajo. Estos ofrecimientos gubernamentales son limitados, pasajeros, demagógicos y condicionados. Fortalecer la posición económica y social de las masas trabajadoras comprende la defensa de un proyecto nacional que ponga en el centro la modernización y expansión de las fuerzas productivas del país; que se comprometa con la creación de empleos en suficiencia y de calidad; y que permita el tránsito de la competencia por salarios a una basada en tecnología y productividad. Luego, en circunstancias distintas, terminar de conquistar la justicia social.

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