Cuando en 1916, en su conocido estudio sobre el imperialismo, Lenin sentenciaba que “el monopolio capitalista engendra inevitablemente una tendencia al estancamiento y la decadencia”, se refería exclusivamente a un fenómeno de carácter económico.
La especial relevancia que para el padre de la Revolución de Octubre tenía la estructura económica en el análisis integral de los fenómenos sociales la plasmó con toda claridad en su Breve esbozo biográfico de Marx con una exposición del marxismo: el contenido esencial del marxismo es su doctrina económica.
Pero si el imperialismo es un fenómeno esencialmente económico, es al mismo tiempo un fenómeno general, que abarca todas las dimensiones de lo social, entre ellas la de la cultura.
La característica principal de imperialismo cultural se encuentra en el hecho de que los elementos centrales que definen el perfil cultural de una sociedad son diseñados y producidos en los países imperialistas del hoy llamado Norte Global.
Si Lenin identificaba la exportación de capitales como un rasgo inequívoco para caracterizar al imperialismo económico, la dominación cultural se caracteriza por la exportación de productos culturales: modas, películas, música, plataformas de entretenimiento, celebraciones, marcas, comida, etc. En la compleja geopolítica post Guerra Fría, las élites de los países imperialistas han entendido que la dominación económico-política debe venir acompañada de un sutil aparato de dominación de la conciencia, a través del cual se convenza a las poblaciones sometidas de la “superioridad cultural” de sus opresores.
Por eso vemos hoy que los nuevos tambores de guerra son las campañas mediáticas de manipulación colectiva, ejercicios perfectamente diseñados en los que, durante meses, se manipula a la opinión pública del mundo para dejarle claro un mensaje: la cultura occidental es superior a todas las demás, es la más desarrollada, la más avanzada y, por tanto, tiene el derecho de juzgar y de imponerse en todo el mundo.
Y así, mientras en el centro del discurso permanece la discusión sobre los sistemas políticos o la organización económica, sutilmente se cuestiona y ridiculiza también el perfil cultural de las sociedades bajo asedio: su lengua, sus códigos de vestimenta, sus normas de comportamiento colectivo, su gastronomía, sus celebraciones, etc.
Pero este programa de acción, profundamente injusto e ilegítimo desde el punto de vista estrictamente político, es también altamente nocivo en lo que atañe a la cultura. Al intentar imponerse como la única cultura, este imperialismo cultural destruye la diversidad y avanza en un proceso unidireccional de homogeneización cultural. Por eso, todo intento por preservar el perfil cultural de una población constituye un acto de resistencia contra este mecanismo de dominación.
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