Han pasado ya treinta y dos años desde la caída del Muro de Berlín y el colapso del bloque socialista de naciones de Europa del Este; las grandes esperanzas para el porvenir de la humanidad, que pronosticaron los vencedores se han desvanecido, y hoy, más que en ninguna otra época, la desilusión y la desesperanza parecen dominar el sentir de buena parte de la humanidad.
Recordar Berlín, a más de tres décadas de su “unificación”, nos permite hablar de los grandes problemas de nuestra época; de sus causas y de las soluciones que los dueños reales del mundo pretenden esconder bajo tierra, o desprestigiar mediante infames descalificaciones. La caída del Muro de Berlín representa “el fin de una época” que inició con la Primera Guerra Mundial y que “había cobrado forma bajo el impacto de la Revolución Rusa de 1917”. Para comprender los alcances de su legado es preciso remontarnos a su origen, y al proceso a través del cual llegó a constituir un acontecimiento de trascendencia mundial.
La Primera Guerra Mundial y la irrupción del socialismo
Antes de 1914 no había ocurrido en el mundo ninguna guerra mundial. Los conflictos entre los grandes imperios habían tenido lugar sobre todo dentro de sus colonias; y aunque era innegable el carácter imperialista y de conquista, que desde el descubrimiento de América y la conformación del mundo moderno habían ocurrido, ninguno de los conflictos previos había confrontado directamente a las grandes potencias en el mundo entero, como sucedió en la Gran Guerra. Se enfrentaron dos grandes bloques: la Triple Alianza conformada por Alemania y Austria Hungría, y a la que posteriormente se unirían el Imperio otomano y Bulgaria, frente a la Triple Entente conformada por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso, a quienes posteriormente se sumarían Estados Unidos y Japón. El afán imperialista fue, sin lugar a dudas, la causa que desencadenó el que para entonces se consideraba el más grande conflicto bélico de la historia.
No es momento para desentrañar a fondo lo ocurrido entre 1914 y 1918, aunque es fundamental conocer su razón de ser para comprender los acontecimientos que más adelante se desencadenaron. Para ello, sirva como referencia la explicación de Lenin que, desde Rusia y bajo la dominación del imperio zarista, presentaba una explicación clara de las causas subyacentes de esta infame guerra imperialista:
“Se verá que, durante decenios, casi desde hace medio siglo, los gobiernos y las clases dominantes de Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Austria y Rusia practicaron una política de saqueo de las colonias, de opresión de otras naciones y de aplastamiento del movimiento obrero. Y esta política precisamente, y sólo ésta, es la que se prolonga en la guerra actual […] Basta considerar la guerra actual como una prolongación de la política de las "grandes" potencias y de las clases fundamentales de las mismas para ver de inmediato el carácter anti histórico, la falsedad y la hipocresía de la opinión según la cual puede justificarse, en la guerra actual, la idea de la "defensa de la patria" (V. I. Lenin, El socialismo y la guerra).
En este contexto, de confrontación entre las grandes potencias imperialistas en el mundo entero, surgió, o para expresarnos correctamente en términos históricos, resurgió, el socialismo (considerando que, durante el siglo XIX, principalmente en las revoluciones de 1848-49 y, sobre todo, en el corto pero significativo periodo de la Comuna de París, había librado ya sus primeras batallas contra la burguesía occidental). Posiblemente como uno de los efectos que más lamentaron las grandes potencias una vez terminada la guerra, el socialismo ruso emergió como expresión de las grandes carencias y desilusiones que por más de un siglo había sufrido una clase todavía en gestación en Rusia (el proletariado), pero unificada entre todos los sectores sociales por el desgaste y descomposición que, si bien ya existía, la expoliación de la guerra permitió despojar de las ilusiones que in petto todavía acariciaban algunos sectores de la población de encontrar solución en el sistema vigente.
La Revolución Rusa, ocurrida el 25 de octubre (7 de noviembre en el calendario gregoriano) de 1917, elevó al poder a una nueva clase que hasta entonces, quitando las heroicas gestas de 1848 y 1871, se había limitado a resistir la opresión de una clase que no supo estar a la altura de su deber histórico. La gran hazaña encabezada por Lenin cambió de manera definitiva la forma de ser y entenderse en el mundo, sobre todo para una clase que hasta entonces dudaba todavía de la capacidad de su razón y su fuerza.
El impacto de una nueva forma de conocer y transformar el mundo, cimentada en los principios del socialismo científico, a cuya cabeza se encontraban los fundamentos emanados del marxismo, cimbró en lo más profundo la conciencia y la política universales, a tal grado que, a partir de entonces, y sobre todo a raíz de la Segunda Guerra Mundial, transformó de manera radical y definitiva la configuración social, económica, política y cultural del orbe entero.
Segunda Guerra Mundial
La Segunda Guerra Mundial, surgida en el imaginario occidental “como consecuencia de una resistencia al fascismo”, tiene sus verdaderas raíces en el afán de control y conquista económica del imperialismo y los grandes capitales. El nazismo y el fascismo representan la cara más putrefacta y vil del capitalismo; es innegable que sus raíces más profundas se hallan en este sistema y sus principios. Como manifestara Brecht en 1934, cinco años antes del estallido de la guerra: “Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo” (Las cinco dificultades para decir la verdad).
Durante el período de consolidación del fascismo, sobre todo en Alemania e Italia, las grandes potencias capitalistas, encabezadas todavía por un cada vez más endeble Imperio británico, se hicieron de la vista gorda ante el crecimiento del monstruo germano. Winston Churchill, primer ministro del imperio británico, llegó a aseverar, en un discurso ante la cámara de los comunes que: “Si me viera en la tesitura de tener que elegir entre el comunismo y el nazismo, fuese a optar por lo segundo”. El verdadero temor de Inglaterra, Francia y Estados Unidos y sus aliados no estaba, durante el período entre guerras, en el desarrollo y crecimiento del fascismo. Su verdadero enemigo, su enemigo de clase era, a todas luces, el socialismo, representado para entonces por la cada vez más poderosa Unión Soviética. Si occidente permitió y alentó las degeneraciones fascistas de Hitler fue, precisamente, porque lo veían como la gran oportunidad para deshacerse de manera definitiva del socialismo soviético. Era Hitler un amigo incómodo, pero, a fin de cuentas, peleaban en el mismo bando.
La Segunda Guerra Mundial se desencadenó, precisamente, cuando la bestia que habían creado para acabar con su principal enemigo decidió por sí misma. El Frankenstein que el imperialismo vio crecer se salió de control ante su propio creador, y fue entonces cuando la catástrofe se hizo presente. A pesar de las esenciales diferencias políticas e ideológicas, la Unión Soviética, encabezada por Stalin, se unió por necesidad a Inglaterra, Estados Unidos y Francia para conducir la resistencia frente a las potencias del eje, a cuya cabeza se encontraban Alemania, Italia y Japón. No es el objetivo narrar las vicisitudes de la más grande tragedia sufrida por la humanidad, pero es indispensable señalar, por el objetivo del análisis trazado, el papel que jugaron cada una de las naciones en este brutal y fatal proceso.
Las consecuencias de la guerra fueron particularmente devastadoras en el este. “Los franceses, al igual que los británicos, los belgas, los holandeses, los daneses, los noruegos, e incluso los italianos, resultaron comparativamente afortunados, aunque no fueran conscientes de ello. Los verdaderos horrores de la guerra se habían vivido más hacia el este. En la Unión Soviética, 70,000 pueblos y 1,700 ciudades quedaron destruidos en el curso de la guerra, así como 32,000 fábricas y 40,000 millas de vía férrea […] los daños materiales sufridos por los europeos durante la guerra, por terribles que hayan sido, fueron insignificantes comparados con las pérdidas humanas. Se calcula que entre 1939 y 1945 murieron aproximadamente 36 millones y medio de personas por causas relacionadas con la guerra” (Tony Judt, Postguerra, una historia de Europa desde 1945).
La Unión Soviética fue el pueblo que realmente derrotó y por ello, pagó, las consecuencias de la afrenta fascista. “La Unión Soviética fue el país más gravemente afectado: perdió una cuarta parte de su riqueza nacional y tuvo unos 27 millones de muertos, de los que las tres cuartas partes eran hombres de entre quince y cuarenta y cinco años” (Josep Fontana, Por el bien del Imperio, una historia de Europa desde 1945)
A diferencia de lo que la historiografía moderna y el impacto de la ideología norteamericana y occidental han contado a través del cine y la literatura, fue la Unión Soviética la que salvó a la humanidad del holocausto nazi. Solo en la batalla de Berlín, la batalla decisiva en la que el nazismo, tras el suicidio de Hitler, se rindió al Ejército Rojo, perecieron 78,000 soldados soviéticos.
Muchas podrán ser las críticas que posteriormente, y en algunos casos de manera justificada, recibiera Stalin y el gobierno soviético; pero por no “corromper la verdad histórica”, es necesario decir que fue gracias al esfuerzo del socialismo soviético y de su heroico pueblo que la humanidad se salvó, hasta entonces, de la peor catástrofe de su historia.
Guerra Fría
La Guerra Fría fue, desde la perspectiva histórica imperante, una confrontación entre los dos órdenes sociales vigentes: la Unión Soviética y los Estados Unidos y, sobre todo, entre las dos ideologías y modelos políticos dominantes en la época: el socialismo y el capitalismo, que determinó el devenir de los años subsiguientes hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991.
La confrontación, declarada oficialmente por el presidente norteamericano Harry S. Truman, iniciaría en 1947, y sus objetivos quedan descaradamente manifiestos en las palabras de George Kennan, uno de los “padres de la Guerra Fría”, en febrero de 1848: “Tenemos alrededor del 50% de la riqueza del mundo, pero solo el 6.3 de su población (…) En esta situación no podemos evitar ser objeto de envidias y resentimiento. Nuestra tarea real en el período que se aproxima es la de diseñar una pauta de relaciones que nos permitan mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional” (George Kennan, “Review of current trends in U. S. foreign policy”).
A diferencia de los Estados Unidos, cuya participación durante la guerra había comenzado hasta 1941, y que fue, en realidad, un protagonista desde la distancia; la Unión Soviética a la que ya se consideraba como el gran enemigo a vencer mucho antes de la guerra, continuación en realidad de una confrontación sistémica, estaba realmente en crisis como toda Europa; en un proceso de recuperación del que le llevaría varios años salir, al igual que al resto de los protagonistas de la contienda, tanto ganadores como perdedores.
El conflicto ideológico entre el comunismo y el capitalismo puso de relieve dos sistemas económicos antagónicos que, sin embargo, durante el proceso que corresponde a la Guerra Fría, quedó relegado por parte de occidente en detrimento de sus intereses políticos e ideológicos a favor de una economía planificada, en gran medida similar a la impulsada teóricamente por la Unión Soviética. En términos generales, el miedo, por lo demás totalmente justificado de los Estados Unidos, de verse rebasado como sistema político y económico por el socialismo, sacó a flote el lado más “bondadoso” del capitalismo, amparado en el keynesianismo, y puso en práctica un estado de bienestar que durante casi tres décadas disminuyó la desigualdad y la pobreza y promovió, en varios países del orbe, los llamados “milagros económicos”. “El período que va de 1945 a 1979 había sido en los Estados Unidos, y en el conjunto de los países avanzados, una etapa de reparto más equitativo de los ingresos, en que el aumento del salario real en paralelo con la productividad permitió mejorar la suerte de la mayoría” (Fontana, Por el bien del Imperio).
La amenaza del fantasma del comunismo en occidente no era sólo un delirio de las naciones capitalistas: “Los éxitos electorales de los comunistas locales, unidos a la gloriosa aura del invencible Ejército Rojo, hacían que la idea de un “cambio hacia el socialismo” resultara plausible y seductora. Para 1947, 907,000 hombres y mujeres se habían unido ya al Partido Comunista Francés. En Italia, la cifra era de dos millones y cuarto, muy superior a la de Polonia o incluso Yugoslavia. Incluso en Dinamarca y Noruega, uno de cada ocho votantes se sintió al principio atraído por la promesa de una alternativa comunista” (Judt, Posguerra).
Por esta razón, en 1952, Lord Ismay, secretario general de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) manifestó que el propósito de esta recién creada organización (vigente hasta nuestros días con 29 miembros europeos bajo el mando de Estados Unidos) era “mantener a los rusos fuera, a los americanos dentro, y a los alemanes controlados”.
Por su parte, la Unión Soviética, a pesar del impacto de la poderosa arma teórica con la que contaba, no supo aprovechar las circunstancias creadas por la crisis del capital para implementar una estrategia que respondiera a dichas necesidades. La incapacidad del capitalismo como sistema económico había quedado ya de manifiesto después del crack del 29 y las dos fatídicas guerras mundiales. La realidad reclamaba un cambio y el marxismo estaba en condiciones de demostrar su eficacia. Lamentablemente, la mala administración, las luchas intestinas dentro del partido, la represión política y el implemento de los gulags y otras formas de control político sobre los países satélite, llevaron a desencantar a los pueblos del modelo soviético.
La política estalinista se centró en la lucha externa sobre la hegemonía del comunismo soviético. Países como Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Checoslovaquia y Yugoslavia quedaron bajo la órbita soviética, y en la mayoría de los casos, quitando posiblemente el caso de Yugoslavia en el que Tito se negó a admitir la injerencia directa de Stalin, el control era casi absoluto desde Moscú. El error de la comprensión de la idea de las nacionalidades que Lenin había dilucidado ya mucho antes de la Revolución de Octubre, por parte de Stalin, costó caro al orden soviético.
Alemania, la gran derrotada, quedó en poder de los “cuatro grandes”. El país se dividió temporalmente entre Inglaterra, EU, Francia y la Unión Soviética; estos últimos controlando todo el este del país desde Berlín. Los primeros tres pactaron un acuerdo de cooperación del que surgiría la “bizona” o lo que más adelante sería la República Federal de Alemania. Por su parte Nikita Jrushchov, ya en el poder después de la muerte de Stalin, acaecida en 1953, decidió, en 1961, levantar el muro que dividiría las dos alemanias, creando así, la República Democrática Alemana.
La escalada de enfrentamientos entre los gobiernos soviético y americano continuaría durante las siguientes tres décadas. La crisis de los misiles fue, naturalmente, el momento más álgido de la contienda, principalmente por el peligro en el que pusieron ambos bandos al mundo entero bajo la amenaza de iniciar una guerra nuclear. A ésta le acompañó la lucha en el terreno científico que encabezó la URSS con el envío de la primera nave tripulada al espacio en 1961, a lo que respondieron los americanos en 1969 enviando al primer hombre a la luna, acontecimiento que más allá de su impacto publicitario no se tradujo en ningún aporte significativo. Los conflictos militares entre países pertenecientes a ambos bandos no cesaron durante este largo período. Las guerras más representativas que definieron toda la segunda mitad del siglo XX fueron la de Corea en 1950, la invasión a Vietnam por parte de los norteamericanos en 1955, la Revolución cubana de 1959 y, sobre todo, la Revolución china entre los comunistas encabezados por Mao y los nacionalistas del Kuomintang, cuyos efectos a largo plazo nunca imaginó el bloque capitalista.
Se renueva la esperanza
A grandes rasgos fueron estos los acontecimientos más importantes acaecidos durante la llamada Guerra Fría. En realidad, la “Guerra Fría” había comenzado desde el triunfo de los bolcheviques en Rusia en 1917 y la esencia de esta fue siempre el conflicto de clases entre proletarios y burgueses. La lucha entre los grandes poseedores del capital y las masas trabajadoras no cesó nunca desde que la burguesía, en 1789, se hizo del poder político. La caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 ha cobrado un significado ideológico que la sociedad ha asimilado erróneamente. El fracaso de la Unión Soviética, si bien es cierto que representó un duro golpe a la causa proletaria, no significó el fin de la contienda. La traición de Gorbachov y el desmantelamiento de la URSS representan una de las batallas perdidas más importantes en la historia de la lucha proletaria; sin embargo, hoy más que nunca, la lucha se revitaliza con mayor fuerza ante la grosera desigualdad que reina en el mundo.
Todos aquellos que han buscado en la caída del Muro de Berlín el “fin de la historia” se equivocan de cabo a rabo y de una manera totalmente intencionada. La ideología capitalista, entendida como conciencia de su época, o lo que una sociedad piensa de sí misma, no deja de considerar este fenómeno como uno de los momentos cumbre de su historia, pero como aseverara Marx en su famoso Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política: “Del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de revolución por su conciencia”. Así pues, la conciencia proletaria debe invertir el significado del fenómeno y reconocer en él no el espíritu derrotista y fatal difundido por el neoliberalismo, sino el momento de esencial transformación exigido por la Revolución.
A raíz de la entrada del neoliberalismo como manifestación última del capitalismo, las clases han acentuado sus contradicciones, la riqueza se ha concentrado cada vez en menos manos y lo único que se ha repartido entre los hombres es la miseria (según Oxfam tan solo ocho personas tienen la misma riqueza que la mitad de la población mundial, es decir, 3,600 millones de personas).
Creer que la contienda entre pobres y ricos terminó por el fracaso de un momento de la historia del socialismo, es considerar que la historia ha terminado, y esta seguirá existiendo mientras exista el hombre. Hoy, más que nunca, el socialismo se levanta con la fuerza renovada de Anteo y pone de manifiesto no solo su vitalidad, sino principalmente, su necesidad. La potencia actual más grande del orbe, China, conserva en lo profundo la teoría que Marx, Engels y Lenin propusieron para transformar el mundo. El fracaso de la aplicación del “socialismo real” en un área del mundo debería servir para evaluar al capitalismo de la misma manera, observando que hoy en día, son pocos, muy pocos, los países que pueden demostrar que dicho sistema ha triunfado. En esta época que augura transformaciones, es necesario voltear la mirada hacia el pasado, pero no para lamentar la derrota, sino para obtener la luz y la fuerza necesarias para construir el nuevo mundo que la humanidad reclama.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario