Entre el 15 y el 17 de marzo se realizaron en Rusia elecciones presidenciales. Votaron el 70% de los electores y Vladimir Putin obtuvo el 87.2% de los sufragios, resultando electo para un quinto mandato, de seis años. Fue esta su victoria electoral con mayor porcentaje de votos; su liderazgo ha venido consolidándose, como un reconocimiento de los rusos a su labor. En el año 2000 obtuvo 52.9% de los votos; en 2012, 63.6%; en 2018, 77%; y ahora, 87.2%. Una admirable muestra de unidad del pueblo ruso en torno a su líder, preocupante para Occidente.
El ataque externo, en lugar de destruir la unidad nacional, la ha cohesionado, fortaleciendo la valentía y la confianza del pueblo en su causa, un pueblo que sabe que Vladimir Putin es el líder con las cualidades requeridas en estos tiempos. Rusia, como en la Segunda Guerra Mundial, encarna hoy la dignidad del mundo, y en buena medida la posibilidad de construir una sociedad más justa.
Obviamente, “Occidente” se ha inconformado, empezando con el gobierno norteamericano, que descalificó las elecciones. “Los dirigentes alemanes han acogido negativamente la victoria electoral de Vladimir Putin, afirmando que fue ‘una elección sin elección”. “El ministro de Exteriores del Reino Unido, David Cameron, lamentó […] la ausencia de opciones para los electores” (Le Monde, 18 de marzo). El gobierno polaco declaró: “la elección presidencial rusa no fue legal, libre ni justa”.
Vladimir Zelenski, claro, se sumó al rechazo, tildando a Putin de “dictador adicto al poder, que quiere eternizarse en el poder”. Pero esta acusación se revierte contra el propio Zelenski, pues su propio mandato termina ya este 31 de marzo; sin embargo, él se negó a someterse a elecciones, arguyendo que “es ‘frívolo’ ir a las urnas en Ucrania durante la guerra: no es tiempo para elecciones”. Una argucia corriente, esa sí antidemocrática, pero avalada por Estados Unidos y la Unión Europea. Él sí busca perpetuarse en el poder, pero con malas artes, y para prolongar el martirio de su propio pueblo. Putin, en cambio, dio al mundo una lección de democracia, sometiéndose a elecciones, estando también en guerra. ¿Por qué ahí sí es tiempo de elecciones? Y su liderazgo ha sido ratificado, mientras el de Zelenski queda deslegitimado, y sus padrinos, exhibidos. Y es que la mentalidad nazi prefiere la dictadura a la democracia; y lo admiten. “Ucrania puede necesitar una dictadura, dice un partidario de Zelenski. Ucrania dirigida por una dictadura tendría más posibilidades de vencer a Rusia, declaró recientemente el diputado Serguéi Démchenko, miembro de Slugá Naroda, la facción del partido gobernante en la Rada Suprema” (RT, 19 de marzo).
Pero ¿cuántos de todos los “indignados” líderes occidentales que se rasgan las vestiduras “por la democracia” podrían blasonar cuando menos de la mitad de un apoyo popular sincero como el que recibió Putin? Joe Biden tiene el 40% de aprobación. En el Reino Unido, en febrero, solo 26% de los encuestados aprobaba el trabajo del primer ministro, Rishi Sunak, contra 68% que lo reprueba (DeltaPoll). En Francia, Emmanuel Macron planea enviar soldados a Ucrania, pero 68% de los franceses rechazan la medida (Le Figaro, Diario 16, 1 de marzo). ¡Vive la démocratie!
En cuanto a los mandatarios rusos, durante los años ochenta, los Estados Unidos y la UE estaban de plácemes con Gorbachov, quien traicionaba a su patria, entregándola a los norteamericanos; en la década de los noventa aplaudían a Boris Yeltsin, quien propició el desmembramiento territorial, desmanteló el socialismo y privatizó la economía. Pero a partir del 2000 Vladimir Putin reivindicó la soberanía nacional, y ha cohesionado y motivado al pueblo, algo no visto desde los años de Stalin. Con los recientes resultados electorales el pueblo muestra una unidad compacta, necesaria para triunfar sobre la embestida militar y económica de Occidente
Para los imperialistas, un apoyo casi unánime al líder ruso es algo muy malo, antidemocrático, porque lo fortalece. Preferirían que Rusia, como todo país en lucha por su soberanía, esté fragmentado en liderazgos moleculares, para someterla mejor. Para ellos democracia significa que haya una oposición que frene y divida. Por eso meten cuñas tipo Navalni.
Movido por la arrogancia de país hegemónico, Estados Unidos rechaza la posibilidad de diferentes formas de democracia; que cada nación pueda trazar su propia ruta, según su historia, cultura y circunstancias. Pero ningún país puede ser juez de los demás para calificar qué tan democráticos son, o cuál forma les acomoda mejor, máxime si su modelo no es tan perfecto como pregonan. El bipartidismo norteamericano enmascara el dominio del gran capital. En Rusia la democracia es directa: el pueblo elige en urnas a su presidente; en Estados Unidos no. Ahí se elige a un Colegio Electoral, que es el que verdaderamente elige presidente; es una democracia indirecta. Y en cuatro ocasiones el Colegio Electoral ha elegido presidente a una persona que no obtuvo la mayoría del “voto popular nacional”; así sucedió en las elecciones del 2000 y de 2016. En la primera, el demócrata Al Gore recibió 543,895 votos populares más que George W. Bush, pero el Colegio Electoral eligió a este último como presidente, con 271 votos contra 266 de Gore.
Pero Estados Unidos, en la soberbia de gran potencia, se arroga la atribución de juzgar quién es democrático y quién no; sentencia y ejecuta sanciones contra los países cuya democracia no es de su gusto: invade o castiga a quienes no hacen como se les ordena, como fue el caso de Libia con Muamar el Gadafi, Irak con Sadam Hussein, o Siria con Bashar al-Ásad. Con el argumento de imponerles la verdadera democracia ha invadido países y asesinado a presidentes.
Escandalizado, acusa EE. UU. a Vladimir Putin de ir por un quinto mandato: es mucho tiempo, dicen, en hipócrita acusación, pues el imperio siempre ha entronizado gobernantes, a la mala y en perjuicio de sus pueblos. Pero lo verdaderamente importante no es cuánto dura un gobernante en el poder, sino qué hace en ese tiempo por la felicidad de su pueblo: si se ocupa exitosamente de ello, que dure ahí todo lo necesario; tal es el caso de Vladimir Putin. Y no olvidemos que corresponde al pueblo ruso, y solo a él, valorar a quién otorga su confianza. Descalificar su decisión es faltarle al respeto.
Y hablando de congruencia, tanto en términos de tiempo en el poder como en lo que con él se hace, Estados Unidos carece de autoridad. Una legión de añejos dictadores hechura suya lo evidencian. Es el protector de Netanyahu. Protegió también a los Duvalier (Papa Doc y Baby Doc) en Haití, quienes gobernaron consecutivamente durante 29 años (1957-1986); Augusto Pinochet, criatura norteamericana, asesinó al doctor Allende (presidente democráticamente elegido), y luego gobernó durante 17 años; en República Dominicana EE. UU. sostuvo la sangrienta dictadura de Rafael Leónidas Trujillo por más de tres décadas; en Paraguay al dictador Alfredo Stroessner (1954-1989); en Nicaragua impuso la dinastía Somoza (Anastasio y sus dos hijos), que gobernó con inaudita ferocidad, aunque con algunas interrupciones, un período acumulado de 33 años (desde 1937 hasta 1979). Estas son algunas de las cartas credenciales que acreditan a Estados Unidos como juez de la democracia, en cuyo nombre se condena a los pueblos insumisos y a su forma de gobernarse.
En suma, la democracia americana es el lecho de Procusto al que deben ajustarse todos los países; partiendo siempre del supuesto de que esa y no otra es la única. Toda otra modalidad es rechazada a priori. La orden es que, sin importar diferencias culturales, históricas, religiosas, de idiosincrasia o geografía, quien no aplique el modelo americano, deberá atenerse a las consecuencias. ¡Ay de los que se unan! En este contexto, la impresionante victoria electoral de Vladimir Putin trae vientos de cambio, y muestra que solo un pueblo unido en torno a un liderazgo que siente profundamente como suyo, estará en condiciones de liberarse de acechanzas externas e internas y de abrirse paso hacia el futuro. Y para los países pobres y subyugados, un liderazgo fuerte en Rusia representa un paso hacia un sistema global multipolar, que imponga contrapesos y recorte las uñas al poder otrora omnímodo del imperio. Ello creará un ambiente más propicio para las luchas de liberación nacional.
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