Un 18 de octubre de 1964, en el municipio de Huauchinango, en el estado de Puebla, nace en el hospital general del pueblo, quien fuera mi padre, el señor Juan Santiago Vargas. Fue el mayor de ocho hijos de los señores Emiliano Santiago Valerio y Crescencia Vargas Quiroz. El rancho en el que creció es Nuevo Cabellal, rancho perteneciente al municipio de Venustiano Carranza. La característica de los ranchos que todavía hasta nuestros tiempos persiste es la pobreza que abraza a todos sus habitantes; el caso de la familia Santiago Vargas no era la excepción. Es un ranchito alejado de la cabecera municipal, un rancho en donde sus habitantes viven del campo, se cultiva maíz, pipián, frijol, naranja, mandarina, maracuyá, lichi. Juan Santiago Vargas cursó la primaria en la escuela Niños Héroes, el único nivel que por muchos años tuvo el rancho. Por las mañanas iba a la escuela, y en cuanto salía se iba a alcanzar a su mamá a la labor, desde niño siempre fue trabajador, pues la necesidad de ayudar a sus padres para que sus hermanos tuvieran qué comer lo orilló a dejar el juego y la diversión.
En 1980, cuando contaba solo 16 años deja el rancho para irse a México, también orillado por las circunstancias, pues quería ir a trabajar, vivir mejor, tener lo que antes no había tenido. Trabajó primero en una granja de pollos, después en una fábrica de elaboración de bolsas, y por último en un taller de herrería. Sin embargo, se dio cuenta que aun en la ciudad, trabajando duro, más de ocho horas al día y toda la semana, las cosas no cambiaban mucho, pues no era trabajar para amasar dinero, sino que había que pagar renta, había que comer, había que curarse, había pues, que sobrevivir con un salario. A los 20 años se junta como pareja con Cristina Tolentino Hernández, mi señora madre, y surge la necesidad de hacerse de un pedazo de patria, pues ya tenían a su primer hijo.
En 1987 compran un terreno en una nueva colonia: Villa de las Torres, municipio de Atizapán de Zaragoza, en el Estado de México. Para ese entonces la situación seguía siendo la misma, y lo más a que llegaron fue a tener un cuarto de láminas metálicas, y por techo, pedazos de láminas de asbesto. No es difícil comprender que esta vida le es común a millones de familias. Pero emprendían una vida ya como familia, dispuestos a afrontar las adversidades. Tan sólo al paso de tres años, escucha por primera vez de una organización que se hace llamar Antorcha, el maestro Esteban Alavez le habló de un proyecto para defender y construir una escuela primaria, pues la colonia estaba creciendo muy rápido y los padres de familia ya se manifestaban preocupados por la falta de una escuela de ese nivel. Quizá fue el mismo interés lo que le orilló a unirse al movimiento de los vecinos para iniciar con la primaria, pues su hijo ya crecía y en pocos años ya estaría en sus aulas, pero ese sólo fue el principio de una mejor vida, a pesar de que no se tratara de amasar fortuna ni rodearse de lujos, pero sin duda fue solo el comienzo. El discurso de los dirigentes de Antorcha que encabezaron el proyecto de la primaria permeó en la conciencia de Juanito, como le decían, al grado que abrazó los ideales de Antorcha para no soltarse nunca más, hasta el día de su último aliento.
Su trayectoria en el Movimiento Antorchista en la zona noroeste del Estado de México fue como la de todo luchador social, de abnegación, de entrega, de disciplina en todos los quehaceres políticos. Entendió a conciencia la necesidad de hacer crecer este proyecto social, se sintió obligado a estudiar penetrando en los materiales que abren los ojos y que anclan a ser fieles a la causa popular. Había cambiado su pensamiento de una vida de lujos por una vida entregada al pueblo que sufre, al pueblo envilecido por el sistema que los mantiene en la pobreza y la desigualdad. Ya convertido en un militante del Movimiento Antorchista, sus tareas fueron dos: organizar y educar al pueblo mexicano y acercar a sus hijos a las filas de la organización. Dispuesto a hacer su trabajo de luchador social, aceptó su cambio a los municipios de Toluca y Atlacomulco, para organizar a los campesinos de aquella zona. Su acercamiento con el pueblo fue en diferentes frentes: popular, obrero y campesino. Su último trabajo fue con los campesinos, con ese sector noble también que reconoce a aquél que lo defiende de los abusos e injusticias del sistema.
Con Juan Santiago Vargas nos unían dos fuerzas: nos unía la sangre y nos unía la causa. Era nuestro padre y era nuestro camarada de lucha. A él agradecemos habernos puesto en las filas del antorchismo. Entregó a su esposa e hijos a esta causa que requiere de hombres y mujeres dispuestos a cambiar la suerte del pueblo mexicano. Le agradecemos habernos cambiado el deseo de riqueza o comodidad por el deseo de ayudar al prójimo desinteresadamente, aconsejarnos de servir al que necesita, fueran o no antorchista.
La memoria de Juan Santiago Vargas queda en toda su labor, en los colonos, transportistas, obreros y campesinos que convivieron con él, y que bajo su dirección lograron mejorar sus condiciones inmediatas. Aprendieron que solo unidos y organizados es como el pueblo se puede hacer valer. Sepa compañero, que su esposa Cristina Tolentino Hernández, y sus hijos Mitzi, Omar y Juan, seguiremos en las filas de nuestra querida organización y que el trabajo que usted empezó en la familia, lo continuaremos y será con más abnegación y con mejores resultados. Descanse en paz jefe.
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