Es innegable que han aumentado los problemas sociales que afectan a los mexicanos. Tomando en cuenta los ingresos económicos con los que se satisfacen las necesidades materiales y espirituales, está claro que los pobres carecen de los medios suficientes para asegurar el alimento diario, el vestido, la salud, entre otros, lo que ha provocado que millares de familias estén sumidas en una complicada condición.
Es innegable que la excesiva concentración del ingreso es la causa principal de la desigualdad y la pobreza, y con ello de la inconformidad social.
Por otra parte, es conocido que cuando el ser humano se enfrenta a situaciones críticas difíciles de resolver, sufre el sentimiento de desprotección, insatisfacción y desorientación. Esto lo lleva a refugiarse en elementos religiosos, buscando consuelo, esperanza, protección y ayuda.
Este fenómeno no es nuevo; ha existido desde tiempos inmemoriales como parte de la explicación mágico-religiosa ante eventos desconocidos para el hombre. Esto derivó primero en el politeísmo (creencia en muchos dioses) y, posteriormente, en el monoteísmo (creencia en un solo dios), un ente con facultades como la omnipotencia, la omnisciencia y la omnipresencia. Este desarrollo ocurrió en paralelo con las distintas etapas de evolución de la sociedad y las religiones en el mundo.
Con el tiempo, esta situación fue aprovechada por las clases sociales dominantes en cada modo de producción experimentado por la humanidad. Así, la religión se convirtió en un instrumento de dominación del hombre por el hombre, cuya finalidad era mantener sometidos y trabajando a los explotados en beneficio de sus explotadores. Por ejemplo, durante el esclavismo, las personas eran consideradas como piezas o animales que podían ser vendidas para trabajar en provecho de la clase poderosa de la época.
En la actualidad, bajo un sistema capitalista dominante en gran parte del mundo, el reto es frenar la desmesurada concentración de la riqueza producida por millones de trabajadores. Esto implica un reparto más equilibrado del ingreso para reducir la creciente polarización, que hace temer una explosión social de grandes proporciones. Ya está claro que la excesiva concentración del ingreso es la causa principal de la desigualdad, la pobreza y la inconformidad social.
Las medidas que se ensayan para controlar esta catarsis que pone en riesgo al sistema suelen replicarse en pequeñas entidades. Por ello, ante la crisis económica, de seguridad y de salud pública debido a la pandemia, han surgido manifestaciones religiosas en diversos lugares, muchas veces alentadas y financiadas por el gobierno con recursos públicos.
En México, las autoridades de distintos niveles de gobierno se muestran como fervientes hombres de fe religiosa. No solo participan en rituales públicos, sino que también promueven la instalación de santuarios con monumentos gigantescos representando figuras de gran valor para el fervor popular y la iglesia.
Esto no es algo nuevo ni exclusivo del país, pero destaca cómo se extiende la competencia por tener al santo más grande. Ejemplos incluyen el Niño de Zóquite en Guadalupe, el cristo monumental en Tabasco y Apozol, y el Santo Niño de Atocha en Plateros, Fresnillo. En este último caso, las autoridades justificaron su instalación en “la tierra de la fe y los milagros”, esperando generar bienestar para el pueblo.
Un caso emblemático es el día 12 de diciembre, cuando se celebra a la virgen de Guadalupe, la “morenita del Tepeyac”, cuya devoción moviliza a unos 12 millones de feligreses a la Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México. Llegan en camiones de redilas, autobuses, bicicletas o a pie, y muchos completan la manda con sus rodillas sangrando, muestra de la profunda fe del pueblo mexicano.
Soy respetuoso de la gran institución que es la iglesia y de las distintas manifestaciones de su simbolismo, así como de los verdaderos actos de fe. Sin embargo, es necesario analizar cómo las autoridades civiles aprovechan esta condición para evadir su responsabilidad de procurar acciones que deriven en el bienestar material del pueblo. Este bienestar es esencial para alcanzar la paz y tranquilidad que necesitan las familias para trabajar y regresar con seguridad a sus hogares.
En cambio, lo que se observa es la complacencia de las autoridades con políticas de supresión de partidas presupuestales del gobierno federal. Esto ha limitado la atención a necesidades básicas como el suministro de agua potable, la instalación de drenaje sanitario o la pavimentación de calles.
No se puede vivir sólo de fe; urgen acciones materiales concretas que propicien el desarrollo común, reduzcan los conflictos sociales y permitan a la población decidir libremente su credo religioso, sin temor o agradecimiento a dios, sino con plena libertad al tener satisfechas sus necesidades humanas.
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