Durante los mil años que duró el periodo feudal, en casi toda Europa, la danza a diferencia del resto de las artes permaneció relegada de la cultura oficial que imponían las clases dominantes (clero y nobleza), debido a que las danzas de los pueblos conquistados por el imperio romano, hacían alusión a la sensualidad y a la adoración de sus dioses ancestrales.
Ante la fragmentación del imperio romano y el creciente número de seguidores del cristianismo, la alta jerarquía eclesiástica comenzó a tener una representación más significativa dentro de la cúpula del poder, al grado de que logró imponer sus principios y creencias en la conducta social y cultural del pueblo romano. Desde ese momento hasta el siglo XV la palabra del clero fue indiscutible y “acepada” en todos los ámbitos sociales.
Las artes siempre han sido un instrumento para difundir la ideología de la clase dominante. Como clase preponderante durante la Edad Media, la iglesia tomó y adoptó las artes para ese fin. En particular la danza tuvo una función cambiante: En primer lugar, en la búsqueda de adeptos, la iglesia hizo suyas las danzas de los pueblos bárbaros como forma de expresión de los nuevos creyentes. Con el advenimiento de su supremacía, la iglesia percibió la “degeneración” que provocaba la danza al sustituir a los fieles con sus cánticos bailables por los juglares y los bailarines profesionales. En realidad la iglesia pretendía integrar a los dioses paganos dentro de la estructura de la litúrgica católica convirtiéndolos en santos y eso mismo trató de hacer con las fiestas paganas. Sin embargo, en este proceso descubrió que la danza reproducía las costumbres paganas y, por tal motivo, empezó a estructurar una serie de preceptos dirigidos a prohibir esa manifestación artística.
Algunas de las reformas más importantes que se establecieron hacia la censura de la danza, se legislaron en el Concilio Laodisea en el año 375 para los miembros de la iglesia y, más adelante en los concilios de Agda (505) se rectificaron estas prohibiciones. Los miembros de la iglesia no podían asistir a aquellas partes de las bodas en donde la gente se entregara a danzas y a cantos indecentes.
Ya en el siglo VII, San Eloy ordenó que nadie de su feligresía practicara en las fiestas de San Juan o bien otras, cualquier tipo de danzas, saltatorias, rondas y cantos diabólicos. A fines del siglo XII, las constituciones sinodales del obispo de París, Odón, prescribieron a los clérigos que prohibieran las "Choreae" (danzas circulares antiguas de origen griega acompañada de un coro), sobre todo en tres lugares: iglesias, cementerios y procesiones.
Pese a la severidad de las prohibiciones eclesiásticas, la realidad fue que, en la práctica, no pudieron imponerse de forma total y absoluta. Una muestra de ello fue la condena de la danza en los concilios de Avignon (1201), en los de París (1212) y ya en el siglo XV en el concilio de Sens.
Teniendo en cuenta algunas excepciones, el recelo y posición de la iglesia hacia la danza, por ver en ella una estrecha vinculación con las culturas paganas, hizo que perdiera su papel sagrado que existió en las culturas precedentes y, sobre todo en la Grecia antigua y Roma, fue la manifestación del desarrollo y superación del hombre mismo. En pocas palabras la iglesia vio a la danza como un espectáculo y forma de diversión en el mundo occidental.
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