MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La historia como arma

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La historia parece la actividad más inocente de todas y los historiadores los seres más inocuos que cabría imaginar, criaturas ingenuas y asaz inofensivas. Nadie daría un solo peso por ellos, nadie apostaría tampoco ni una perra chica por la historia. Otras actividades profesionales resultan más inmediatamente atractivas y útiles: el derecho, la contabilidad, ¡la rutilante economía! La historia, en cambio, juego inútil, feria absurda de vanidades, ¡execrable pérdida de tiempo! ¿Para qué sirve? Y se responde casi a botepronto: ¡para nada! ¡Para absolutamente nada! ¿Por qué se llega a hacer entonces tanta alharaca de cuando en cuando por un miserable libro de historia o por alguna interpretación escandalosa que hiere susceptibilidades? Este simple hecho podría invocarse contra la creencia de que la historia no tiene importancia política ninguna. 

¿Para qué sirve, pues, la historia? La mayoría de las respuestas didácticas más populares se dedican a explorar los recovecos profesionales del “oficio” de los historiadores, alejando con ello al “profano” bien intencionado que intenta darse una idea somera de la utilidad de la historia, quien entonces confirma su sospecha original: la historia no sirve en verdad para maldita la cosa que no sea la utilidad más bien pragmática de reportar un tristísimo grado académico y como modus vivendi de avechuchos incapaces de tomar parte activa en las luchas vivas del presente, espíritus linfáticos que se evaden miedosos de su propia época entregándose (¡ay!) al deliquio de “lidiar” con muertos inofensivos para no tener que enfrentar la respuesta de los vivos; delibando las mieles del pasado para no tener que probar el acíbar del presente. 

Y, sin embargo, “le mort saisit le vif!”. “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, atormentándolos noche y día, aunque los vivos no sean conscientes de ello, y mucho peor aún si no lo son, porque los actos y decisiones “libres” tomados por las numerosísimas generaciones pretéritas se transforman en fuerzas objetivas que actúan compulsivamente sobre las generaciones actuales, determinándolas de mil y un insospechadas maneras, mucho más todavía de lo que aquellas mismas alcanzan a notar. La “libertad” ejercida en pasado se transforma en necesidad viva que define los contornos y el carácter del presente. 

“Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro”, reza una frase archiconocida. Ni los historiadores son las criaturas más inocentes del reino humano ni la historia es la más inofensiva e inútil de las actividades. Las apariencias casi siempre engañan. La historia resulta inofensiva solo porque parece referirse exclusivamente al pasado, no obstante que las discusiones sobre este o aquel acontecimiento, proceso, problema o periodo -la “Conquista de México”, por ejemplo- levantan acerbas pasiones (odios, resquemores…) a simple vista yertas y bien yertas. Controlar el pasado es crucial e incluso decisivo para fortalecer y conservar posiciones de dominio en el presente, imponiendo interpretaciones históricas que aseguren la prevalencia de una clase social o grupo político. Hasta las interpretaciones presuntamente imparciales o estrictamente objetivas tienen repercusiones prácticas. Justifican o controvierten, legitiman o detractan la forma que ha adoptado el presente a partir del pasado. 

La historia es, en efecto, un arma, pero una de doble filo, como todas y cada una de las actividades humanas que se practican teniendo como contexto la arena de la sociedad escindida en clases sociales antagónicas. Y puede blandirse la historia como arma en dos sentidos, sirviendo tanto a los intereses de las clases socialmente dominantes como a la tarea ciclópea de emancipar a las clases explotadas y oprimidas. 

Pero no es la historia un recetario que pueda leerse y aprovecharse con espíritu formuleico, buscando en sus anales respuestas fáciles y soluciones exprés para los problemas del presente. La historia no ofrece recetas al vapor de ninguna especie. Se repite habitualmente que la “Historia es maestra de vida” o también aquello de que “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. Fórmulas sabias si las hay. Bien que la historia no es impávida institutriz ni maestra de nadie que no se halle ya luchando y se encuentre ya enzarzado íntimamente en los combates vivos del presente. La historia no puede decirle nada de nada a quienes no se hallen ya vivamente comprometidos con los problemas de su propia época. Tampoco es completamente cierto que los individuos estén condenados a repetir su historia en el fatídico caso de que no la conozcan. Hay quienes pasan anodinos como rayas trazadas en el “canoso mar”: ¿qué historia podrían repetir ellos si solo viven para sí mismos, sin vivir siquiera su propia vida? ¿Aquel que solo “vive el presente”, como recomiendan los gurúes al costo y filosofastros al uso, puede acaso ni siquiera vivirlo verdaderamente, mucho menos repetir la historia, pues que va cual buey con anteojeras, arando un surco que parece inagotable hasta que la negra noche le cubre ambos ojos para siempre? El italiano Vico decía que el hacer y el comprender se conjugan e identifican mutua y necesariamente. Por lo tanto, solo puede comprender verdaderamente la historia quien la hace combativamente. El peruano José Carlos Mariátegui reconocía que la facultad de interpretar la historia se identifica con la capacidad de hacerla. Conocer la historia transformándola desde el presente al rojo vivo; asimilarla en carne propia. 

La historia no solo no es devaneo inútil ni juego estéril de sombras. Es rigurosamente necesaria e imprescindible, y sus leyes se imponen incluso sobre aquellos que la desdeñan jactanciosos con una mueca de desprecio y que no reconocen miopes su potestad. Es necesario ciertamente que la historia se socialice y que se esparza por todas partes, aventando las gargantas y corazones de las mayorías históricamente marginadas. Pero parece más o menos evidente que el conocimiento histórico solo podrá ser patrimonio social cuando la historia real lo sea, cuando las grandes mayorías hagan ellas mismas la historia y la sientan verdaderamente suya, “carne de su carne y sangre de su sangre”. Cuando la historia en carne viva sea íntimamente suya, la historia escrita también lo será, y dejará entonces de pertenecer exclusivamente a los historiadores profesionales como el coto de caza o pegujal del conocimiento que les ha tocado en suerte para usufructuarlo como mejor les convenga. Mientras tanto, todo esfuerzo dirigido a propagar el estudio y conocimiento de la historia será vano en muy buena parte si no se inserta en un proyecto social que se encamine a transformar el presente en cuanto expresión viva del pasado, pues ¿quién podría sentirla realmente suya cuando su vida diaria no tiene más futuro que el día siguiente y su pasado se angosta al día de ayer? ¿Qué anhelo ninguno de conocer la historia puede sentir el paria excluido miserablemente de la historia actual y cotidiana? 

Armarse con la historia, pertrecharse con ella, hacerla nuestra; disputársela a quienes se la apropian y adulteran; y usarla sobre todo como arma arrojadiza contra el enemigo. La historia como tizona, venablo y rodela en los quemantes combates del presente por un futuro mejor para las grandes mayorías de todo el mundo. 

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