III: El año que cambió la historia, la Revolución Rusa de 1917.
La eficiencia revolucionaria es algo insólito. Pocos procesos han alcanzado la cumbre de su realización. La gran mayoría de los intentos revolucionarios se diluyen como rayas en la mar. Los bolcheviques lograron lo que por siglos no había conseguido la masa trabajadora: llegar al poder y sostenerse en él.
Después vendrán la revolución de Mao, Vietnam y Cuba, pero el camino había quedado trazado en 1917. ¿Qué permitió a un partido que en algún momento parecía borrarse del mapa al encontrarse sin líder, sin ideas y sin plan, tomar el poder? ¿Cómo pudo Lenin romper la historia de un solo golpe? Los historiadores e ideólogos modernos atribuyen el triunfo del bolchevismo más a la audacia de Lenin que a las ideas de las que se nutrió; más a la vacilación de Kerenski, a la insolencia de Kornílov o a los errores de Miliukov que a la la intrepidez y la valentía del pueblo ruso.
En realidad, fueron muchos los factores y diversas las razones que hicieron posible la consagración del proletariado en Petrogrado. Sin embargo, de todos los aspectos casuísticos, son dos los que determinaron el triunfo de la revolución. El primero de ellos: el contexto histórico, la situación concreta que privaba en Rusia desde los primeros años del siglo XX. El acelerado desarrollo de la clase obrera durante la primera década del siglo, combinado con una situación insostenible en el campo que, a pesar de la abolición de la servidumbre, mantenía al mujik ruso lindando todos los días con la sobrevivencia. La guerra mundial que exigió al pueblo ruso más fuerza, carne y sangre de la que podía entregar, fue el colofón de esta realidad que por necesidad tenía que estallar.
El segundo y no menos determinante consistió en una lectura correcta de la realidad, en la apreciación clara del momento histórico que, sin el método materialista de la historia, sin la comprensión profunda del marxismo, hubiese sido imposible. Los bolcheviques y su líder tenían la gran ventaja de conocer al enemigo mejor de lo que se conocía el mismo o, como dijese Trotsky, “en ver a trasluz” a sus adversarios. Ninguna revolución moderna ha triunfado sin la comprensión y el estudio del materialismo dialéctico e histórico.
Todos los grandes momentos de transformación de la época moderna son producto, en gran medida, de la preparación, comprensión y estudio del marxismo. La grandeza de Lenin no radica únicamente en su aguda inteligencia y su profunda convicción; Lenin fue el más grande traductor de la teoría marxista a la práctica concreta que ha existido en la historia; “para él la teoría es una guía para la acción”; en eso radica, en última instancia, la posibilidad de triunfo del movimiento socialista que en 1917 tomó el poder en el último bastión del feudalismo.
De esta manera, con una comprensión clara sobre las causas verdaderas del devenir humano, se llevó a cabo la gran Revolución de Octubre. La historia, a diferencia de la perspectiva individual, tiene con el tiempo una relación contradictoria. Unas veces cuenta los minutos por meses y los años por horas, otras, pueden pasar décadas o siglos sin que se manifieste movimiento histórico alguno, aunque el viejo topo siempre esté trabajando.
En Rusia, en 1917, transcurrieron al menos dos siglos en un año. Para febrero de 1917 la revolución pretendió instaurar una monarquía constitucional bajo el auspicio del príncipe Lvov; en abril el intento de la contrarrevolución encabezada por el viejo régimen, a cuya cabeza se encontraba Miliukov, terminó en un catastrófico fracaso tras la intentona de invadir Constantinopla; en julio, la burguesía, vacilante aún, pero empujada por la necesidad, toma el poder con manos temblorosas y, a pesar del miedo cerval que los soviets le inspiraban, pretende encausar la revolución por los viejos derroteros; Kerenski, el nuevo jefe del gobierno provisional era, nada más y nada menos, que lo que la historia esperaba de su clase: un hombre débil y traicionero que, en medio de dos poderes, se prestaba para las peores infamias.
En julio la posibilidad de derrota para los obreros, el grito de desesperación que, de no haber intervenido el partido bolchevique, hubiera terminado como 1848 y 1871, en una carnicería. Finalmente la revolución obrera de octubre, tres meses después, sería la coronación del año en que la historia contaba los minutos por años y las horas por décadas. En Europa habían pasado al menos dos siglos para que este proceso se desarrollara sin alcanzar a atisbar la posibilidad real de un triunfo obrero. Gracias a la llamada ley del desarrollo combinado y, sobre todo, a la lectura dialéctica-materialista de la realidad, los bolcheviques lograron forjar, en el crisol de la historia, la primera y más grande epopeya proletaria conocida por la humanidad.
La toma del poder por parte del partido bolchevique fue, en apariencia, sencilla. A diferencia de las jornadas de julio en que las masas salieron a las calles guiadas por el instinto de sobrevivencia, decididas a matar o morir, en octubre los obreros estaban dubitativos. Después de que Lenin llamara a la calma y a la moderación en julio, conservando el aplomo frente a la calumnia del poder y de los mismos partidos populares, el 10 de octubre llama a la insurrección inmediata. Esta vez sus propios correligionarios dudaban: Trotsky, Stalin, Kamenev y Lunacharski no veían lógica en ese movimiento; el Congreso de los Soviets estaba próximo a reunirse, ¿no era mejor esperar y que fuera el congreso el que tomara el poder? Los bolcheviques eran ahora mayoría, no sería difícil convencer a los soviets de emprender esta nueva aventura.
Sin embargo, Lenin tenía como una de sus principales cualidades sentir el pulso de las masas, entendía las demandas del pueblo que luego transformaba en consignas. Si no se adelantaban al Congreso, la clase obrera los abandonaría, los vería precisamente como esos charlatanes que les habían prometido todo y les habían arrebatado hasta la esperanza. No, el poder se tomaría en el mismo momento en que los soviets se reunieran en asamblea; no había que darle al enemigo tiempo de reacción, había que entregar el poder en las manos al Congreso de los soviets y que decidiera él que hacer con éste.
El partido bolchevique, a pesar de los tropiezos iniciales, muy a pesar del abandono momentáneo de las masas en un momento crítico y nadando siempre a contracorriente, debía a su cohesión ideológica, a su unidad y valentía en los momentos decisivos de la lucha, la grandeza de su misión histórica. Sabían el papel que la historia les legaba y, como pocas veces ha atestiguado alguna revolución social, sabían estar siempre a la altura del deber: “El temple acerado del Partido Bolchevique se manifestaba no en la ausencia de desacuerdos, de vacilaciones e incluso de desfallecimientos, sino en que, en las circunstancias más difíciles, salía a tiempo de las crisis internas y aseguraba la posibilidad de una intervención decisiva en los acontecimientos” (Trotsky).
Así, casi sin disparar un solo tiro, en los últimos días de octubre se tomó el Palacio de Invierno previamente controladas las instituciones más importantes del poder burgués y monárquico. El Congreso de los Sóviets ratificó al nuevo poder proletario y a partir de entonces, comenzaría la difícil y dura construcción del nuevo orden social que daría un susto de muerte al capitalismo sin lograr dar cuenta definitiva de él. Sin embargo, la tarea más importante, la más significativa y todavía inconclusa, fue precisamente la que Lenin señaló una vez tomado el Palacio de Invierno: “Ahora nos dedicaremos a edificar el socialismo”. Esta tarea no había hecho más que empezar con el triunfo de la Revolución de Octubre, que no marcaba el fin de la lucha, sino el principio de un proceso largo y tortuoso que, más allá de las calumnias y difamaciones a que se ha visto sujeto, hoy demuestra en el mundo entero no sólo su viabilidad, sino su necesidad.
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