MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Los datos que no cuadran: Insabi y sus beneficiarios

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Según las estadísticas del Banco Mundial, la esperanza de vida en México ha venido disminuyendo desde 2005. Hoy, al nacer un mexicano tiene, en promedio, una esperanza de vida de 75 años y 14 días, medio año menos que en 2005 y la misma que en 2003. México ocupa el lugar 89 en la lista de países ordenados según su esperanza de vida al nacer; está por debajo del promedio latinoamericano (75.6 años de vida). La disminución referida no es drástica, pero indica que las condiciones de vida de los mexicanos han empeorado desde entonces. La esperanza de vida es un indicador general de las condiciones materiales, sociales y psicológicas de los grupos, de la calidad de vida de la sociedad. Los epidemiólogos mexicanos han señalado que en nuestro país la obesidad, la diabetes, los problemas cardiovasculares, causas de la muerte temprana, se retroalimentan de las condiciones de pobreza, hambre y desnutrición. México es el país con el máximo consumo de comida chatarra en América Latina y hay cálculos de que hasta 30% del ingreso de los hogares mexicanos se destina al consumo de este tipo de productos. En estas condiciones, el sistema de salud de un país se vuelve determinante en la esperanza de vida de la población. 

Uno de los eslóganes con los que se recordará al gobierno encabezado por Andrés Manuel es el de la promesa de que los mexicanos contarían con un sistema de salud “como el de Dinamarca”. En una de sus ya célebres bravuconadas se comprometió a que el 1 de diciembre el sistema mexicano funcionaría como el danés. En Dinamarca, la esperanza de vida es de 81 años y ocupa el lugar 29 en el ranking mundial. Respecto a su sistema de salud, de acuerdo con la OCDE, el acceso a los servicios de salud es prácticamente universal. Toda la población residente legalmente tiene asignado un médico para el cuidado de la salud cotidiano, además de los especialistas alojados en los hospitales de especialidades. Los espacios y su equipamiento son más que el doble que en México: 26 camas de hospital por cada mil habitantes versus 14; 4 médicos por cada mil habitantes versus 2.4 en México. Este esquema solo es sostenible con un gasto público que representa casi 10 puntos porcentuales del PIB; en México el gasto total (público y privado) representa apenas 2.5% del PIB y que ha ido perdiendo peso en el gasto social en los últimos diez años (en 2012 representaba 2.8% del PIB).

En México, según los datos reportados por Inegi en enero pasado, de acuerdo con el Censo de Población y Vivienda de 2020, 92.5 mil millones de mexicanos son beneficiarios de algún servicio de seguridad social. Esto es, casi tres de cada cuatro mexicanos. Las instituciones sanitarias más importantes por el volumen de afiliados son el Instituto Nacional de Salud para el Bienestar (Insabi) y el IMSS. El primero concentra más de la mitad (51%) de esos mexicanos, mientras que el IMSS lo hace con más de un tercera parte (35%). Pero hay otros datos y no son los siempre optimistas del presidente; son los de los hogares. Según Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), de acuerdo con información prestada por los hogares, aproximadamente 35.7 millones (28%) de personas  no tienen acceso a la seguridad social, 15.6 millones más que en 2018. Este incremento es resultado de la desaparición del Seguro Popular y del muy deficiente funcionamiento del Insabi. Como siempre, los que más se han visto desamparados son los más pobres de los pobres: entre estos la mitad no tiene acceso a este servicio.

La 4T tenía el listón muy abajo y se tropezó con él; el muy cacareado Insabi por el presidente Andrés Manuel no sólo no mejoró los servicios del Seguro Popular sino que dejó a la deriva a millones de pobres y enfermos de VIH, de cáncer, de diabetes, a las embarazadas, etc.  Para todos ellos ¿de qué sirve una filiación formal si no hay médicos, ni medicinas, ni espacios para el cuidado de la salud bien equipados? Los mexicanos merecemos un instituto de salud público, universal y eficiente y la capacidad productiva del país lo permite. Pero como el resto, este derecho hay que arrancárselo al Estado mexicano. Organicémonos para hacerlo. 

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