Dos genios alemanes considerados como los creadores del socialismo científico dejaron dicho lo siguiente en una de sus obras más conocidas de 1848:
“La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días (exceptuando la historia de la comunidad primitiva) es la historia de la lucha de clases”.
La lucha por la tierra sigue, y con ella, la lucha de clases que nunca ha cesado desde la conquista.
Lenin, el principal organizador de la Revolución rusa, se refirió a este pasaje 65 años después en los siguientes términos:
“Todo mundo sabe que en cualquier sociedad las aspiraciones de los unos chocan abiertamente contra las aspiraciones de los otros, que la vida social está llena de contradicciones, que la historia nos muestra la lucha entre pueblos y sociedades y en su propio seno; sabe también que se produce una sucesión de períodos de revolución y de reacción, de paz y de guerras, de estancamiento y de rápido proceso o decadencia. El marxismo da el hilo conductor que permite descubrir la lógica en este aparente laberinto y caos: la teoría de la lucha de clases”.
Y seguro que, como apretada síntesis de todo el tremendo cúmulo intelectual que antecedió a la histórica conclusión del genio de Tréveris, Lenin precisó así:
“Sólo el estudio del conjunto de las aspiraciones de todos los miembros de una sociedad dada, o de un grupo de sociedades, permite fijar con precisión científica el resultado de estas aspiraciones. (…) El origen de estas aspiraciones contradictorias son siempre las diferencias de situación y condición de vida de las clases en que se divide toda la sociedad”.
Amparado en estos razonamientos, sostengo hoy que la historia de la sociedad mexicana hasta nuestros días, como cualquier otra sociedad humana conocida y por conocer, no puede ser explicada ni entendida en términos científicos sin atenernos rigurosamente a la lucha de clases.
Conforme a esto, sostengo que el antecedente más remoto y conocido de la Revolución mexicana debemos buscarlo, tal como instruye Lenin, en el origen de las aspiraciones contradictorias de los intereses económicos y de vida de las clases sociales presentes en México antes y después de la Guerra de Independencia.
El escritor mexicano José Revueltas nos dejó las pistas de lo que digo en un apartado de su obra llamada Ensayo sobre México, de donde tomaré datos relevantes para la opinión de hoy que, por obvio de espacio y sin remedio, resumiré y culminaré en este y en otro trabajo de la siguiente semana.
En 1493, a petición de los reyes católicos de Castilla, España, la Santa Sede del Papa Alejandro VI otorgó las Bulas Alejandrinas, nombre colectivo del conjunto de documentos pontificios que otorgaba a la Corona de Castilla el derecho a conquistar América y la obligación de evangelizarla.
Revueltas dice en su obra que, amparados en la bula Noverint Universi otorgada a los reyes de España, los conquistadores iniciaron el despojo de los indígenas de lo que hoy es nuestra patria.
Conforme a este derecho otorgado por el papa, las encomiendas de indios antes de la bula, y posteriormente las mercedes reales, contribuyeron a crear la gran propiedad latifundista basada sobre todo en el despojo de los pueblos indios.
Fue este despojo y la formación de esta gran propiedad de latifundios, creados solo por el derecho del más fuerte, lo que promovió la aparición de las primeras clases sociales, antagónicas por sus aspiraciones distintas, en lo que antes fue llamado la Nueva España.
Desde entonces, conforme a lo que registra la historia, estas clases y sus descendientes ya no pararían de enfrentarse continuamente, culminando primero en la Guerra de Independencia, luego en la Guerra de Reforma, y finalmente también en la Revolución mexicana. El botín era claro y valía la muerte: la posesión de la tierra despojada a los indígenas con todo lo que en ella moraba.
Por José Revueltas conocemos los dos grandes grupos de clases sociales que terminaron enfrentándose en la Guerra de Independencia por la propiedad de la tierra y el control absoluto de la Nueva España. Como dije, ellos o sus descendientes protagonizaron también las siguientes dos grandes revoluciones mexicanas que registra la historia.
El primer grupo de clases fue constituido por el alto clero y los terratenientes feudales, peninsulares estos últimos, llamados también propietarios señores o gachupines, cuya función parasitaria se reducía a la explotación del latifundio otorgado por el poder de la corona española; poder que vino a menos con la invasión napoleónica de entonces al territorio español.
El segundo grupo de clases estaba constituido por el bajo clero, los terratenientes agricultores que eran criollos y mestizos en su mayoría, y también por los indígenas despojados de la tierra. Aquí se concentraban los verdaderos productores de la riqueza de que entonces se nutría la metrópoli española.
Del resultado de la primera guerra nos hablan ya los libros serios de historia. Con el triunfo en la batalla del segundo grupo de clases nació el México independiente.
En términos marxistas, diríamos que las fuerzas productivas rompieron las relaciones de producción. Pero la tierra y la justicia no regresaron a manos de sus propietarios originales: los indígenas. Los despojados por los conquistadores, despojados siguieron.
Es decir, para los pobres de entonces, aquí no hubo ninguna transformación. De manos de los terratenientes españoles, la tierra pasó a manos de los terratenientes locales y sus aliados, y con ella también todo el poder de la nación.
Los indígenas pusieron los muertos en la guerra y, a cambio, recibieron abandono y marginación. La lucha por la tierra sigue, y la lucha de clases también.
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