Faltan las cifras definitivas sobre los resultados del 6 de junio para poder hacer un juicio definitivo sobre la realineación de fuerzas entre los partidos del Gobierno y la alianza opositora, en particular en la Cámara de Diputados, el escenario que todos consideramos crucial para el futuro inmediato del país. Sin embargo, aun con los resultados preliminares, hay consenso en tres puntos fundamentales. El primero es que el reparto de la cifra total de votos emitidos en todo el país entre gobierno y oposición, permite afirmar con certeza que el apoyo de Morena disminuyó y el de la alianza PRI-PAN-PRD aumentó de modo significativo. Estamos hablando de algo así como un 44% para Morena y un 40% para la oposición. Grosso modo, el país luce dividido por mitad.
El segundo punto es que, de acuerdo con estos resultados y con las cifras sobre el número de diputados de que dispondrá cada bloque, Morena no contará con la ansiada mayoría calificada (dos tercios del total de los diputados), condición indispensable para aprobar sin problemas las iniciativas del presidente, por ejemplo, más reformas a la Constitución (algunos hablan, incluso, de una nueva Constitución que sustituiría a la actual) y la supresión, modificación o control absoluto de los organismos independientes, algunos verdaderos pilares de nuestra democracia, como la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Consejo de la Judicatura Federal, el INE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).
El tercer punto es la pérdida del 56% (9 de 16) de las alcaldías de la Ciudad de México. Creo que tienen razón quienes dicen que la importancia cualitativa de esta derrota rebasa con mucho su dimensión cuantitativa, porque la capital del país ha sido por 24 años el principal bastión de la izquierda mexicana, independientemente de los distintos avatares con que se ha presentado al electorado capitalino, y ha sido, también, desde siempre, el corazón y el cerebro de la nación, el ejemplo a seguir por el resto del país.
Diré de paso que no comparto, en cambio, la opinión de que la línea divisoria entre los votantes de Morena y los de la oposición es una línea estrictamente clasista, es decir, que por Morena votaron puros pobres (y con baja escolaridad por eso mismo), y por la alianza opositora pura clase media y sectores de altos ingresos, con un nivel educativo de cuando menos la preparatoria completa. Afirmar, o al menos aceptar esto, es caer en el determinismo económico, es decir, en la tesis probadamente falsa de que la situación económico-material de la persona determina, de forma directa y fatal, su manera de ser y de pensar. Este determinismo económico niega la actividad cognitiva lógica, el proceso de conceptualización y racionalización de la realidad material realizado por el cerebro humano para entender y finalmente apropiarse de esa realidad.
El determinismo económico equipara el cerebro con un espejo cuya única función es reproducir fielmente la realidad; es la obsoleta “teoría del reflejo” sobre el conocimiento humano. Además de esto, hace a un lado la influencia que sobre cada individuo ejercen los demás individuos y la sociedad en su conjunto, a través de una gran variedad de formas y canales de comunicación, que tienden a equilibrar la acción de la situación material. Finalmente, olvida que los pobres y trabajadores no son los únicos oprimidos por el capital; que también lo son las clases medias, asalariadas al fin y al cabo, e incluso la pequeña y mediana burguesía, que tienen que trabajar directamente para salir a flote. La opresión de estas clases difiere en el grado y la forma respecto a los trabajadores manuales, pero de todos modos existe y es un factor que las acerca a los menos favorecidos. Son las primeras en entender y protestar por la mala situación, precisamente porque su mayor nivel de escolaridad las hace menos manipulables, menos fáciles de engañar y de comprar. Esto es lo que enseña el voto de los capitalinos.
Retomo el hilo de mi artículo. Los tres puntos de consenso han generado un coro de voces que afirman que el pueblo envió un mensaje claro y contundente al presidente y a sus morenos: no al autoritarismo, a la autocracia, a las reformas regresivas y autoritarias de las leyes y a la Constitución, a la supresión o al control de los organismos autónomos por el poder Ejecutivo. Alto definitivo al discurso rijoso, intolerante y acusatorio del presidente y sus acólitos. Tal opinión sugiere que, a partir de la instalación del nuevo Congreso el 1º de septiembre, habrá un cambio radical en el rumbo del país, beneficioso para todos, en acatamiento del mandato de las urnas.
Con el debido respeto, discrepo nuevamente. A mi juicio, este punto de vista peca de optimismo y confunde sus deseos con la realidad. Primero porque, aunque concuerdo con la interpretación del mensaje, me parece obvio que los votantes no fueron lo suficientemente enérgicos y contundentes en las urnas como para mover y conmover un voluntarismo tan terco como el del presidente. Sus primeras declaraciones y sus ataques destemplados a los votantes de la capital no dejan lugar a dudas: si leyó el mensaje, lo entendió al revés. Y como dicen los argentinos, para bailar tango se necesitan dos, es decir, para cambiar el rumbo del país, no basta que entienda el mensaje solo la oposición; es indispensable que también lo hagan el presidente y los suyos y que lo acepten y se dispongan a ponerlo en práctica. Pero por su discurso mañanero, podemos estar seguros de que esto no es así; que para él hubo un claro apoyo a su 4ªT y la orden de proseguir sin desmayo por el mismo camino. Lo que nos espera en el corto plazo es más de lo mismo, solo que corregido y aumentado por el “apoyo” popular.
Para la oposición, el reto es librar una batalla continua y sin claudicaciones contra las iniciativas perniciosas del presidente, lo que no será fácil porque seguirá siendo minoría. Y más. Esta batalla exige presentar un frente único, un bloque sólido e irrompible dispuesto a asumir todos los riesgos en defensa del Estado de Derecho, la Constitución y sus leyes derivadas y el régimen democrático de los mexicanos. ¿Podemos dar por seguro ese bloque sólido e irrompible? ¿Hay bases suficientes para confiar en que así será? La única garantía que tenemos hasta hoy son las declaraciones que, en ese sentido, han hecho los líderes de los tres partidos aliados. ¿Podemos confiar en tales declaraciones?
La Biblia dice: “Por sus frutos los conoceréis”. ¿Cuáles son esos frutos? Si revisamos solo lo que va del presente siglo, fácilmente nos daremos cuenta de que no son los que se necesitan para generar confianza en sus promesas. Todos los analistas serios han señalado que, en los casi tres años que lleva López Obrador en el poder, la oposición se ha esfumado, ha desaparecido del escenario nacional. En vez de hablar y combatir con energía a favor de su punto de vista -dicen- solo ha habido un silencio hermético (¿miedo?, ¿mesura y precaución?). Y en las raras ocasiones en que han actuado, ha sido respaldar, con argumentos deleznables o bizantinos, las reformas obradoristas. No sabemos exactamente a cambio de qué, aunque hay quienes hablan de blindaje para sus líderes más conspicuos contra acusaciones por reales o supuestos delitos. Si esto es cierto o no, no me toca a mí decidirlo; pero lo que sí puedo afirmar, como todo mundo, es su silencio e inactividad en momentos cruciales, y también que la política de sobreponer las ambiciones personales sobre los intereses nacionales ha sido una penosa constante en la política mexicana desde hace muchos años.
El Movimiento Antorchista Nacional fue de los primeros en proponer una alianza nacional para hacer frente a Morena; y fue el único que insistió en que, para ganarse a las masas, era indispensable construir entre todos una propuesta integral que dejara claro cuáles son las prioridades nacionales y cómo se pensaba atacarlas. Un nuevo modelo de país que se comprometiera cabalmente con los marginados, pero también con toda la nación, para rescatarla del abismo de desigualdad, pobreza y dependencia económica en que se halla sumido desde siempre. Nadie nos tomó en serio. La alianza fue a la campaña montada en un discurso acusatorio pero sin la necesaria autocrítica sobre sus propios errores y sin decir en qué tiene razón el diagnóstico que llevó al poder a López Obrador. No hubo, por tanto, un compromiso claro de corregir el rumbo ni de cumplir lo que él solo prometió. El pobre resultado del 6 de junio habla por sí solo.
Y aun esa raquítica ventaja no significa simpatía y aprobación de la alianza opositora. Se trata del clásico voto de castigo, del repudio a la política del presidente y los morenistas, que cachó la oposición simplemente porque no había nadie más que lo hiciera. De su clara reticencia a cambiar en serio y a comprometerse con los marginados y con el país, nace la duda de muchos de si la bancada aliancista se mantendrá firme y unida, sin traicionar, claudicar ni negociar a espaldas de los otros aliados, para frenar el desastre nacional morenista, a pesar de la evidencia de que esta será su última y mejor oportunidad de posicionarse con rumbo a la elección presidencial de 2024.
Y “para documentar nuestro optimismo”, como solía repetir irónicamente Carlos Monsiváis, cierro mi comentario con dos citas recientes. EL FINANCIERO del 10 de junio cabeceó así una nota: “Algunos priistas tienen su corazoncito más <
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