MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Utopía, el sueño imposible. Sobre las causas y soluciones de la desigualdad, de Grecia a Pekín (II/II)

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Tomás Moro, el autor de la obra Utopía, que definiría una corriente del pensamiento político y literario, le escribía a su amigo Erasmo de Roterdam —quien a su vez le había dedicado su Elogio a la locura—, que Utopía en latín, era traducido como Nusquama, que significa Ninguna Parte. 

Para el canciller inglés, que terminaría ejecutado por órdenes de Enrique VIII, Utopía es la isla de ningún lugar, nadie la puede encontrar porque no existe; los utopianos y sus normas de vida que, mucho tiempo después se pretendieron realizar en un mundo real, no debían ser considerados como sujetos históricos y, mucho menos, tratar de adaptar su forma de vida que sólo era posible en la imaginación de su autor. Todos los personajes y nombres dados por Moro en su obra revelan esta noción de irrealidad: “Amaurota, la capital, es la Ciudad Niebla; está situada sobre el Anhidris, río sin agua. Sus habitantes, los alaopitanos, los ciudadanos sin ciudad, son gobernados por Ademo, el príncipe sin pueblo. Sus vecinos, los acorianos, son hombres sin país.” Así pues, la ciudad perfecta no existe y es inútil buscarla fuera del mundo de las ideas. 

Por ello, es necesario distinguir la utopía de las constituciones sociales o reformas civiles planteadas fundamentalmente por los pensadores de la antigüedad. Platón y su República representan un registro muy diferente al de los humanistas del siglo XVI y XVII. Tal y como observamos en el apartado anterior, la República hace propuestas que se pretenden llevar a la práctica; las severas críticas de Platón no se constriñen a la explicación de la idea del bien o de la Justica; pretenden, fundamentalmente, crear esa república en la que los príncipes-filósofos, o los filósofos-príncipes puedan, al fin, gobernar y regenerar a una descompuesta sociedad. 

Debe explicarse entonces el pensamiento utópico como una manera de soñar despierto; es un refugio que, durante más de dos siglos, representó las aspiraciones de una clase en desarrollo y crecimiento, a la cual, sin embargo, le faltaba el cetro del poder que seguía en manos de la monarquía. La burguesía inglesa, anhelante de realizarse como clase, montaba su propio Pegaso y volaba sobre el mundo de ilusiones que algunos años después se verían realizadas, pero depuradas ya del contenido social y popular que hizo de las utopías una herramienta de crítica política. 

No confundamos el género con la obra. La Utopía de Moro es la continuación de un género que tenía ya precedentes y del que surgirían ilustres continuadores. La Ciudad del Sol, de Campanella, superaba incluso en visión a la misma Amaurota. Los solarianos trabajaban ahí, a diferencia de sus antecesores, los alaopitanos, que laboraban seis, sólo cuatro horas diarias, destinando el demás tiempo al ocio y el esparcimiento. En la abadía de Thélème, de Rabelais, descrita en sus obras: Gargantúa y Pantagruel, los hombres sólo tienen una ley que seguir (continuando en este sentido con Moro y Platón para quienes la ciudad mejor gobernada es la que tuviera menos leyes). Rabelais va más lejos todavía y dicta a sus telemitas, como única norma, actuar “según su buena voluntad y su libre arbitrio. Nadie les vigilaba ni se les obligaba a beber, a comer, ni a hacer ninguna otra cosa […] en sus reglas no había más que esta cláusula: Haced lo que queráis”. 

Fenelón en su Telémaco destrona a los reyes y los sustituye con los hombres sabios de Platón, misma regla con la que Utopía elegía a sus gobernantes y, finalmente, Swift, a quien erróneamente se le toma por un escritor de fantasía, retrata en Los viajes de Gulliver el despotismo de los reyes liliputienses, la ignorancia de la monarquía y la perfidia de los cortesanos, sumándose así a la crítica burguesa al poder monárquico que regía en Inglaterra. 

Todos los utopistas pueden, en términos generales, comprenderse como críticos de su época, representantes de un nuevo modelo económico y una clase en ascenso que, sin embargo, se veía sometida todavía al despotismo de la aristocracia y la monarquía. En sus obras se refleja la decadencia del sistema y, más importante aún, el sueño del porvenir. La creación de todos estos paraísos pretendía alumbrar el mundo de la libertad, la igualdad y la fraternidad, teniendo como punto de referencia, como máxima y causa fundamental de los mismos, una sola condición, expresada con singular inteligencia en la obra de Moro que, por lo mismo, se revela como la máxima expresión de esta idea: “Me parece –dice en Utopía– que dondequiera las posesiones son privadas, donde todos miden todas las cosas con el dinero, ahí apenas si podrá lograrse que con una república marchen las cosas justas o prósperamente, a no ser que seas de la opinión que se obra justamente donde todo lo mejor va a parar a los peores, o que la cosa marcha felizmente donde todo está repartido entre poquísimos [...] estando todos los demás empero absolutamente en la miseria.” 

La desigualdad en los bienes es, para esta corriente de pensadores y críticos, el mal mayor que aqueja a la sociedad. Coinciden al respecto con los antiguos, quienes, en la búsqueda de la sociedad perfecta, regresaban a ese paraíso perdido donde regía la felicidad gracias a la ausencia total de propiedad. Sin embargo, no olvidemos que, a pesar de sostenerse como crítica, la utopía sigue siendo sólo un sueño, un lugar inalcanzable e inexistente; es la isla amurallada en la que los humanistas de los siglos XVI y XVII descansaban en sus fantasías.

Tomar la utopía por regla y plan sería, incluso para ellos, una locura. Perdería su razón de ser el siquiera intentarse en la práctica. Son sueños cuya relación con el presente y lo real es nula; incluso, en muchas de las utopías, el despotismo, la austeridad y las severas normas morales, harían que más de un pueblo, como veremos en el siglo XIX, se revele contra los líderes y salvadores que quisieron llevar este mundo ideal a la tierra, sin considerar las condiciones objetivas que regían la realidad. 

Algunos siglos más adelante, y después de la consolidación de la burguesía como clase en el poder y del capitalismo como sistema hegemónico, surgiría una corriente nueva que tomaría, en apariencia, los principios de esta literatura como estandarte y que sería nombrada socialismo utópico; sin embargo, lo esencial de la interpretación habría cambiado. Ya no sería la utopía como lugar de ninguna parte lo que regiría estas tesis que, por su contexto y circunstancias, serían radicalmente diferentes, sino la eucronía, entendida como el fututo ideal al que debía converger la humanidad. La eucronía no era ya sólo ficción política, irrealizable e ideal; para los socialistas franceses del siglo XIX era un lugar al que debía llegarse, una posibilidad real, mientras que la utopía era la crítica al feudalismo decadente. El socialismo utópico arremetería contra el capitalismo inhumano donde, precisamente, los utopistas del renacimiento, pretendían encontrar el paraíso perdido. 

Así pues, la utopía debe comprenderse en dos etapas, una de las cuales hemos analizado ya, y que dejaría como legado a todas las interpretaciones posteriores sobre el origen y las soluciones de la desigualdad, una idea revolucionaria pero insuficiente: soñar con una humanidad mejor, creer en un mundo feliz donde los hombres sean iguales en todos los sentidos y en el que la idea del paraíso se haya difuminado, precisamente porque se ha construido uno en la tierra. Sin embargo, este primer paso no debe dejar de verse como un espejismo, útil porque permite al hombre creer, pero fatal si nos dejamos consumir por él. “Un espejismo –dice Poch– del cual es necesario saber volver armado, para el verdadero combate, para el verdadero vivir histórico”.

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