Ha transcurrido más de medio siglo desde aquel movimiento estudiantil que cimbró al mundo; de esa impactante revuelta que por algún momento puso en predicamentos al poder establecido, y cuyos pretendidos logros se conmemoran año con año por las juventudes nuevas y viejas; las primeras para fantasear con su propia fuerza, para probar, a través de otros, lo que si se deciden pueden llegar a hacer; las segundas tal vez con la firme pretensión de convencerse de que su huella sigue ahí y que, a pesar de los años, su vida tuvo sentido por lo realizado en aquellos intensos días de 1968. No pretendo simplemente ir a contramúsica, a contracorriente con las interpretaciones efusivas de uno de los momentos históricos más importantes del siglo XX, simplemente creo que es necesario estudiarlo más a profundidad, sin dejar de reconocer méritos, pero, a su vez, sin perder de vista que la historia juzga en retrospectiva: ¿qué significa hoy, 53 años después, lo sucedido en 1968?
No es el objetivo revisar aquí lo acaecido el 2 de octubre en México; está claro que hay hoy cientos de reseñas históricas que analizan lo ocurrido, la mayoría escritas por sus protagonistas, mismos que hoy rondan entre los 80 y 90 años, pero continúan dedicando sus esfuerzos a rescatar esa época en la que fueron héroes, muy diferente a la que viven hoy en día, ocupando una curul o una secretaría, precisamente en ese Estado al que tan vehemente y firmemente combatieron. Al mismo tiempo creo que, para entender lo ocurrido en México, es preciso bucear más hondo, ir a lo profundo, a las raíces del movimiento, aquellas que propiciaron lo acaecido en nuestro país.
El año de 1968 fue uno de los más convulsos de la historia del siglo XX, a pesar de que sucedía a dos guerras mundiales. En enero la ofensiva del Tet en Vietnam le dejaba claro a Estados Unidos que esa guerra estaba perdida: la primera derrota en toda la historia del imperio norteamericano; los movimientos raciales en Estados Unidos cobraron una inusitada relevancia después del asesinato de Martin Luther King, insigne defensor de los derechos afroamericanos en Estados Unidos; en junio, Robert F. Kennedy, candidato a la presidencia de los Estados Unidos, moría víctima de un atentado a mitad de su campaña presidencial, mientras que Latinoamérica vivía grandes conmociones políticas y sociales. El mayo francés fue, sin duda, el acontecimiento más importante del año y posiblemente de la década, pero es preciso ver que, como se observa, no fue el único. El mundo estaba sufriendo cambios trascendentes, transformaciones que tenían su origen en acontecimientos económicos y políticos que se esconden tras la nube de polvo que dejó tras de sí el ajetreado movimiento estudiantil: la época de oro del capitalismo confirmaba su declive; el terreno para la crisis se abonaba y el convulso año era sólo el colofón de una época que moría y el grito de dolor de la que nacería: el neoliberalismo.
Las revueltas estudiantiles que se vivieron en varias partes del mundo tuvieron su origen en Francia, en el histórico mayo francés. El 3 de mayo, un grupo de estudiantes de Nanterre fueron llamados a la Universidad de la Sorbona para ser juzgados y expulsados por sus reclamos y actitudes “inmorales”. Cuando el consejo disciplinario académico decidió su expulsión, los cientos de estudiantes que les acompañaban tomaron la Sorbona e iniciaron una serie de protestas que durarían varias semanas. En Francia el presidente De Gaulle se ausentó dejando en manos de Pompidou la solución al problema. ¿Cuáles eran las consignas de los miles de estudiantes que tomaron las calles? ¿Qué pretendía un movimiento que había nacido espontáneamente, aunque sus orígenes respondían a problemas que tal vez no alcanzaban a ver? Sus consignas fueron lo más trascendente del movimiento. Ingeniosas frases como: “Bajo los adoquines, la playa”, “Prohibido prohibir” o “La imaginación al poder”, revelan la sutil inteligencia de sus autores, pero nos hacen pensar en la ausencia casi total de contenido. Durante el movimiento, varios grupos se autoproclamaron de izquierdas, utilizando banderas rojas y recurriendo a Marx, Lenin o Mao para justificar sus ideas. Ese marxismo, sin embargo, era un marxismo de facha, un marxismo fraseológico, incubado en la universidad, pero ausente de la “experiencia vital de los trabajadores”. El movimiento estudiantil francés adoleció de una verdadera relación con los trabajadores, sin los cuales su causa estaba llamada a ser sólo un grito, un clamor de inconformidad, una fiesta, pero nunca una revolución. Es cierto que algunos trabajadores vieron inicialmente en el movimiento el germen de una transformación, y decidieron seguir el impulso frenético que los jóvenes encabezaban. Los obreros de la fábrica de aviones en Toulouse, los petroquímicos, las factorías de Renault y otras grandes empresas tomaron la bandera, decidieron seguir el impulso y declararon una huelga general. Este paso fue el que realmente puso en predicamentos a Pompidou y a De Gaulle; si se levantaban los obreros, si tomaban las calles y paraban las máquinas todo estaba perdido. Más allá de la exaltación pasajera de los estudiantes, su alianza con la clase trabajadora los hacía temibles; el sistema comenzaba a sudar frío, los burócratas se rasgaban las vestiduras; el presidente francés incluso ponía a consideración su cargo, el mundo entero se entusiasmaba con una nueva revolución francesa; sin embargo, las vacaciones llegaron… y reinó la paz.
La fuerza de las ideas era pasajera; el mayo francés fue un jugar a la revolución, una manera de descargar frustraciones que terminó en nada o, tal vez, que tuvo los efectos contrarios a los que intentaba conseguir. Después de 1968, y siguiendo las consignas estudiantiles contra toda autoridad y toda ideología, exigiendo la aniquilación del Estado y el encumbramiento del individuo “libre”, “único”, “independiente”, las ideologías que pugnaban por la organización social, por la unidad y la fraternidad de clase, por la organización colectiva entre los trabajadores se vieron gravemente afectadas. El marxismo fue arrumbado en las universidades. La “liberación sexual”, “el poder negro”, “los hippies” sustituyeron los radicales cambios propuestos por el marxismo leninismo. La nueva metamorfosis del capitalismo, el neoliberalismo, celebraba efusivamente las nuevas banderas y luchas; todas dejaban intacto el gobierno establecido y los intereses de clase se desvanecían con esta apología al individualismo; los obreros se encontraban al margen de las ideas estudiantiles precisamente porque no se veían representados; las nuevas ideas dejaban intacto al sistema y, al mismo tiempo reavivaban, inconscientemente, el poder económico de un sistema que se creía perdido. 1968 era, sin lugar a duda, un momento propicio para una verdadera transformación, pero terminó constituyendo un aire nuevo, rejuvenecedor, para un sistema que se sentía al borde de la tumba.
¿Qué sucedió con los revolucionarios? ¿Dónde terminaron los hombres que cambiarían el mundo? Los líderes estudiantiles en Francia y Alemania corrieron suertes similares a la de los líderes en México. Una vez agotado el entusiasmo abandonaron las ideas revolucionarias, propias de jóvenes “inconscientes” y “despreocupados”, y se pusieron a pensar en “cosas serias”, en las perspectivas laborales que el sistema les ofrecía, en las posibilidades de obtener un puesto público, ahora que habían madurado y comprendido la “imposibilidad” de cambiar el sistema. En Francia Alain Krivine, uno de los más carismáticos líderes del movimiento es hoy figura de un ignorado partido político, y presume entre sus logros su participación como diputado. Daniel Cohn-Bendit fue expulsado de Francia y reside en Fráncfort como consejero municipal. De los demás es mejor no hablar; los destinos fueron los mismos, y en México la situación es tan lamentable que sólo hace falta ver a la cúpula política del nuevo neoliberalismo nacional para reconocer a los “viejos héroes” del 68.
Esta idea de que se puede pensar en la revolución tan sólo en la juventud, y que después hay que madurar y someterse abyectamente al sistema, es precisamente una de las tristes enseñanzas que nos quieren hacer tragar con el movimiento del 68. Es completamente falsa y preñada de ideología. Los jóvenes son rebeldes si se quiere por instinto, pero tener ganas de hacer algo con la energía propia de la naturaleza no los hace revolucionarios. Un revolucionario verdadero tiene teoría, método y conocimiento para cambiar la realidad; no basta su bondad, su instinto o su juventud. Puedo asegurar, porque lo sé de primera mano, que los revolucionarios verdaderos existen en nuestro país. No fueron héroes del 2 de octubre, aunque también encabezaron un movimiento estudiantil del que muy seguramente tomaron sus ideas los líderes del 68. Ellos no tienen 20 o 30 años como entonces y, sin embargo, tienen más espíritu revolucionario que cualquiera de los herederos del trágico movimiento. Tienen este espíritu que no depende de la voluntad sino de la consciencia; no abandonaron el marxismo para servir al sistema que decían atacar, todo lo contrario, lo enarbolaron como la única arma verdadera de transformación. La revolución no depende de la edad sino de la congruencia, la fidelidad y la consciencia de la idea que puede cambiar la realidad.
Quienes piensan en la devaluación de las causas, en que el marxismo fue derrotado por que el 68 lo desgastó y probó su sentido efímero, deben empezar a mirar más allá de su limitada y aburguesada esfera. Los verdaderos revolucionarios no se jubilan, y si algo dejó el 68 en México y el mundo, fue la posibilidad de distinguir claramente a los que jugaron a la revolución con los que decidieron llevarla a cabo, con todos los sacrificios que esto implica. La transformación está en marcha, pero no son los viejos ídolos los que la encabezan, sino los congruentes y definitivos revolucionarios que, aunque no tengan sobre sí reflectores, no han dejado de labrar el camino de un verdadero cambio. A ellos, a quienes continúan en la lucha después de que ha dejado de atraer sobre sí los reflectores, precisamente porque se ha vuelto radical, es a quienes debe unirse la juventud consciente de nuestro tiempo. El 68 no triunfó porque no tenía claro el camino a seguir, porque no tenía teoría ni principios claramente establecidos. Hoy, a 52 años de aquella gesta, los objetivos están claros y la realidad continúa reclamando una transformación; está devendrá de la unión entre la juventud revolucionaria y los trabajadores, de esto depende el triunfo de la clase.
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