A mediados del año 1970, un inmenso amor surgió en Mochitlán, municipio que forma parte de la región Centro del estado de Guerrero, entre Natalia y Miguel. Ella tenía 15 años y él 16. Se conocían desde niños.
Corrieron juntos desde su más tierna infancia por las calles de terracería de Mochitlán, bailaron bajo la lluvia, hicieron tareas, jugaron en la pequeña cancha de futbol.
Con el paso de los años, su amistad se convirtió en amor, y hablaban de sus planes, sentados en las piedras afuera de sus respectivas casas; al término de la misa o en el parque, donde veían asombrados los atardeceres con olor a leña, aire puro y paz.
En ese tiempo, la mayoría de las casas eran de adobe con techos de tejas o láminas galvanizada. En sus patios había pequeños corrales de madera donde descansaban vacas, toros, marranos, chivos y algunas gallinas. También había pequeños sembradíos de jitomates, chiles, maíz y algunas hierbas como epazote, cilantro, yerbabuena, entre otras.
La energía eléctrica aún no llegaba a todas las viviendas y por eso no había alumbrado público; tampoco calles pavimentadas. Todos se conocían y convivían.
Ahí, en ese pintoresco lugar crecieron Natalia y Miguel, cada tarde hablaban de sus planes y soñaban con una vida juntos, feliz y sin contratiempos. El problema era que Miguel, un jovencito vivaz, alto, delgado, ojos y cabello castaños, era oriundo de Chichihualco, cabecera municipal de Leonardo Bravo, y sólo por eso, la familia de la joven no aceptaba su relación.
Una tarde, Natalia, de estatura mediana y con la belleza y alegría propia de su edad, salió de su casa a comprar y fue “robada”, como se acostumbraba en algunos lugares.
Beatriz, un jovencito de Mochitlán, en complicidad con familiares de ambos, tenía ya todo preparado para la boda. Esta se realizó al día siguiente, sin tomar en cuenta los sentimientos de la jovencita; mucho menos su consentimiento. Los corrales que Natalia y Miguel brincaron de casa en casa y el ocaso fueron testigos del hecho que, abruptamente, les quitó la sonrisa del rostro.
La boda se llevó a cabo porque así lo decidieron las familias de Natalia y Beatriz. A Miguel no le quedó otra opción que regresar a Chichihualco, en su vano intento de olvidarse del amor de su vida.
Con la obediencia característica de las jóvenes de pueblo, Natalia tuvo cuatro hijos mientras que, a escondidas, se hundía en el alcoholismo para sobrellevar su inmenso dolor, que sólo compartía con su prima Eulalia.
Quedó viuda a los 30 años, pero se armó de valor y con la venta de pan logró sacar adelante a sus hijos: Jaime es Licenciado en Turismo, Felipe es Médico, Gloria es Licenciada en Educación. Manolo no quiso estudiar.
Mientras los años pasaban, su alcoholismo empeoraba porque nunca logró superar la pérdida de su gran amor. Vivía una vida triste y vacía.
Preocupados, sus hijos la enviaron a varios centros de atención y nada funcionaba.
Cuando tenía 60 años, se reencontró con su gran amor, Miguel, quien nunca se casó. La rescató de un centro de rehabilitación y huyeron juntos a Chilpancingo con la esperanza de vivir, aunque sea por un breve tiempo, su inmenso amor.
Pero ahora fueron los hijos de Natalia quienes, tras una implacable búsqueda, impidieron el romance, argumentando la edad de ambos: “ya están grandes para esas cosas”.
Tras un fugaz destello de felicidad, ella volvió a su casa más triste y decepcionada que nunca y él regresó a Chichihualco, con el corazón destrozado. Ella se hundió en el alcoholismo y prácticamente se dejó morir. Él dio su último suspiro sólo unos meses después, tras saber sobre la muerte de su amada.
Su amor traspasó el tiempo, pero no pudo pasar las barreras dictadas por la sociedad. Dicen los que conocieron este inmenso amor, que cada año, en el Día de Muertos, Natalia y Miguel visitan sus ofrendas, las comparten y regresan juntos, tomados de la mano, al Mictlán, lugar del descanso eterno, demostrando que su gran amor, perdurará más allá de la muerte.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario