El Gobierno que hoy tenemos y que tendrá continuidad por los próximos seis años se empeña en “bombardearnos” con la idea de que el pueblo manda. Se nos receta a cada rato, hasta la raíz de la palabra. Dicen: la palabra “democracia” tiene sus raíces; “demos” significa “pueblo” y “kratos” “poder” o “Gobierno”, es decir, el Gobierno del pueblo. ¿En realidad gobierna el pueblo? Veamos y argumentemos.
Por lo que vemos, se trasluce cada vez más que una autocracia o dictadura (del griego autokrateia) es un sistema de Gobierno que concentra el poder en una sola figura (a veces divinizada) cuyas acciones y decisiones no están sujetas ni a restricciones legales ni a mecanismos regulativos de control popular.
El poder absoluto, arbitrario, antidemocrático, tiene como una de sus características esenciales el menosprecio total del individuo, la negación total de sus derechos.
Todo esto viene a relación por la efervescencia política que actualmente se está dando con el acomodo a modo de las funciones de los distintos poderes del Estado mexicano que, en teoría, debería tener división de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial).
Según la ciencia del materialismo histórico, el Estado no ha existido siempre. Nació cuando la producción social fue capaz de generar un excedente económico del que se apropió la capa social que, de tiempo atrás, venía desempeñando funciones organizativas y directivas del trabajo colectivo de la horda y de la tribu. Con ello se disolvió la comunidad originaria y su lugar lo ocupó la sociedad dividida en clases con intereses antagónicos.
El Estado surge, precisamente, como la herramienta que la clase dominante requiere para asegurar su dominio y garantizar el funcionamiento fluido de la maquinaria social a su servicio. Este ha sufrido transformaciones de forma para adaptarse a los cambios que, a su vez, ha experimentado la organización de la producción social.
El Estado democrático-liberal es la forma de Estado que corresponde al modo de producción capitalista. Pero bajo sus cambios de forma, y gracias a ellos, el Estado ha conservado su carácter de forma organizada del poder y de la fuerza de la clase dominante, en la sociedad organizada como una máquina productora de mercancías. Modo de organización capitalista del que actualmente México no escapa.
Entendido así, el presidente López Obrador tiene razón cuando afirma que el Estado mexicano ha servido al gran capital; que las concesiones y privilegios que le ha otorgado han sido un factor de su enriquecimiento insultante y de los límites intolerables que han alcanzado la desigualdad y la pobreza entre las clases populares, cuando culpa a Gobiernos pasados.
Pero López se equivoca rotundamente cuando afirma que es un problema de voluntad política; que basta con que él lo decida y aplique algunas medidas, y que con esto se acabó el neoliberalismo en México. Nada más falso, pues en este sexenio que está por terminar, los ricos en México se hicieron más ricos y los pobres más pobres.
Aquí también cabe preguntar: ¿las reformas actuales, las medidas tomadas en este sexenio, verdaderamente se reflejan en cambios significativos para el pueblo, para los más de 100 millones de pobres en México? Sin lugar a duda, este último dato nos dice, por el resultado, que no hay un cambio significativo en el bienestar del pueblo.
Los creadores más relevantes del liberalismo dieron a la división de poderes el papel de piedra angular del edificio del Estado moderno que propugnaban y, naturalmente, también el de la columna vertebral de ese Estado.
El presidente ha buscado una y otra vez a lo largo del sexenio obtener la facultad legal de modificar la ley para acomodar sus intereses de grupo en el poder. ¿Ejemplos?
El presupuesto de gastos de la federación, aunque haya sido ya discutido y aprobado por el poder legislativo, lo pueda modificar; que el poder judicial abdique a voluntad de las funciones sustantivas del ejecutivo. ¿A dónde nos conduce esto?
El desarrollo experimentado hasta el momento por el hombre en materia de organización y Gobierno de la sociedad ya ha demostrado palmariamente que la concentración en una sola persona, o en un solo cuerpo, de las tres funciones básicas del Estado, la ejecutiva, la legislativa y la judicial, conduce inevitablemente a la dictadura, es decir, a la imposición arbitraria (y frecuentemente abusiva) de la voluntad, la opinión y los intereses de quien o quienes concentran todo ese poder, y, en contrapartida, los individuos quedaban reducidos a obedecer ciegamente a esa voluntad.
Finalmente, diré que si la cultura dominante es la de la clase dominante, tenemos que la opinión pública, educada por aquella cultura, está llena de mitos y creencias que pasan por verdades irrefutables, pero que, en verdad, no resisten el menor intento de análisis serio. A este tipo de "verdades", que bien pensadas son, en realidad, exactamente lo contrario de lo que aparentan, se les une el lema “primero los pobres”.
Creencias tales como la honradez inmaculada de los funcionarios públicos y, naturalmente, que todas las medidas y las leyes son para favorecer al pueblo pobre de nuestro país. La creencia ha penetrado tan profundo que no sólo ciudadanos comunes y corrientes, sino también profesionistas, hombres de ciencia educados en el pensamiento crítico, dan por bueno los mecanismos de concentración del poder en una sola persona, en una autocracia. ¿A dónde conduce esta situación?
No hay que ir muy lejos para documentarlo con sucesos conocidos y palpables. La pobreza crece cada año a una tasa de un millón de mexicanos, nadie conoce ningún plan serio del Gobierno actual para revertirla. Llegando a que la inmensa riqueza nacional se encuentra dividida en dos mitades, una mitad la tiene el 1 % de los mexicanos, la otra mitad la tiene el 99 % restante.
¡En México hay hambre! Hay miseria que se quiere ocultar con chistes malos y descarados como afirmar que “la salud está mejor que en Dinamarca”. Hay graves problemas de salud, la educación es un desastre, no hay empleo, la economía no crece lo necesario.
El poder absoluto, arbitrario, antidemocrático, pues, tiene como una de sus características esenciales, de acuerdo con esto, el menosprecio total del individuo, la negación total de sus derechos.
De ahí se deduce, por tanto, que la democracia, si es verdadera y genuina, tiene que comenzar su lucha, su autoconstrucción, por la tarea de despertar en los oprimidos la conciencia de su dignidad, de su valer personal; la conciencia de que toda obediencia ciega, venga de donde venga, de izquierdas o derechas, es una ofensa gravísima a su capacidad de pensar y obrar por sí misma y una prueba segura de que, quien obra de esa manera, es un farsante, es un enemigo de la verdadera y auténtica democracia, aunque afirme y jure lo contrario.
Los verdaderos luchadores por la democracia tienen que esforzarse por despertar en la gente el pensamiento vivo, creador y rebelde, por hacer consciente a la gente de su valer, de sus capacidades, de su decoro y dignidad de seres humanos.
Sólo de esta manera se logrará construir un movimiento hecho con gente consciente, realmente participativa y defensora de sus propios intereses e ideales, que sustituya lo que vemos en estos momentos: a un solo hombre con pretensiones de iluminado que pretende ocupar, él solo, el lugar del pueblo organizado y educado para gobernar.
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