MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La muerte de la Noche de Muertos

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Este artículo es continuación del que escribí en noviembre de 2016, publicado en la página movimientoantorchista.org.mx, bajo el nombre de "La comercialización de la Noche de Muertos". En esa ocasión señalé que la reproducción fuera de contexto de los elementos de una ofrenda indígena de esa tradición, por ejemplo en una plaza citadina o en cualquier patio escolar, carece por completo de su esencia, que es la creencia no cristiana, no propia del catolicismo, de que el muerto no sólo regresa, sino que viene a convivir, a cohabitar otra vez este mundo una noche con los vivos y éstos lo alimentan, le hacen saber de lo que ha pasado en su ausencia y, luego, lo despiden otra vez con gran pesar. El regreso de la persona muerta, según esta creencia, no es para espantar o llenar de terror a los vivos, sino que actúa como un reforzador de vínculos familiares y sociales, crea uniones, ligas ("&120371;&120358;&120365;&120362;&120360;&120354;&120371;&120358;", de donde viene "religión"). De aquí se concluye que una "mega" ofrenda en el emblemático zócalo de la Ciudad de México, como ofrece el gobierno de Sheinbaum para este noviembre de 2019, es un fraude espiritual enorme y una farsa de origen comercial en toda la línea y que el "mega" desfile de catrinas allí mismo o en cientos de ciudades mexicanas es todo menos una "tradición", porque tan sólo hace unos pocos años nada de eso se realizaba. Esa es, más bien, una moda metida con pala de enterrador en esa fecha por los dueños de negocios, que han expulsado a La Huesuda del panteón o de los altares familiares, porque son demasiado pequeños para los masivos intereses del capital que requiere espectáculos gigantes para vender más, los muertos en el panteón o en la casa familiar ya no son negocio pues sus dimensiones imposibilitan cualquier "mega" show que deje grandes ganancias. Para que usted me comprenda mejor, permítame narrarle una historia que a su servidor y a Isabella Tree, escritora inglesa, nos contó Doña Estela, esposa de Don Amador, ambos habitantes de la isla de Pacanda, en el centro del Lago de Pátzcuaro, Michoacán, el año 2000, siendo nosotros sus huéspedes; así nos contó la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre, Día de los Angelitos:

Esta familia de la isla de Pacanda tenía en su casa un pequeño altar doméstico, colocado sobre una mesa con arco de carrizos, localizada en el crucero principal de la casa al que se comunicaban las habitaciones, sin puertas todas, dedicado entre otros, a un niño pequeño. Además de la ofrenda de víveres, bebidas, flores y otros, el altar tenía un tráiler de juguete, rojo, todavía con su reluciente envoltura de celofán. La historia del altarcito era ésta:

Al más pequeño de sus hijos Estela le llamaba cariñosamente "Papá". Un día, "Papá" cuidaba una vaca en el campo con su hermanito mayor. éste tuvo que regresar a la casa a buscar algo y dijo a "Papá" que se estuviera junto a la vaca y que bajo ninguna circunstancia fuera a dejar que el animal se metiera en problemas en los sembradíos vecinos. Así que, una vez que aquél se fue, obediente, el pobrecito "Papá" amarró a su cintura la cuerda que la mansa vaca tenía atada al cuello. Sucedió entonces que un toro pasó por el campo donde la vaca pastaba y se le dejó ir. La vaca espantada comenzó a correr y el niño fue arrastrado por entre piedras y matorrales... Cuando lo encontraron estaba inconsciente... se despertó en brazos de doña Estela mientras navegaban por el lago rumbo al hospital de Pátzcuaro. El niño lloraba y en un hilo de voz decía a Estela cuánto le dolían sus heridas... parecía que le habían quitado la piel de todo su cuerpecito...


- Papá, pequeño, pronto estarás bien- le decía Estela.

Pero cuando llegaron al hospital de Pátzcuaro les dijeron que lo tenían que enviar al hospital grande de Morelia, que allí no tenían el modo de curarlo. Y lo mandaron en ambulancia a Morelia, pero no había espacio para los padres, quienes, con la angustia más indescriptible en sus corazones, se fueron por su propia cuenta a la capital michoacana. Llegaron ellos, pero "Papá" nunca llegó. La ambulancia se había regresado a medio camino, el pequeño había muerto, solo, en el frío vehículo.

Todo esto nos los contó la mujer cuando le habíamos preguntado para quién era el altarcito con el tráiler de juguete. Al final de su historia, enjugaba rebeldes gotas de agüita salada de sus ojos. Esa noche, en la madrugada, aún sin poder dormir, nos llamó la atención un ligero sonido, casi imperceptible: era doña Estela, con sus pies desnudos, que pasó frente a nuestros cuartos. La débil luz de la vela en el centro del altar dedicado a aquél niño dibujó la silueta de la mujer. Llevaba en sus manos cuatro jarritos llenos de bebida caliente de masa de maíz con piloncillo, humeantes, recién servidos, los puso sobre la mesa y retiró los fríos. Y en un susurro que entibió nuestros pechos, doña Estela pronunció, apenas audible:

—¡Atole calientito, Papá!—

...

Durante el desayuno le preguntamos por qué cuatro atoles y, asombrada por la pregunta, como si la respuesta fuera obvia y la cosa más natural del mundo dijo:

—En caso de que ‘Papá’ traiga algunos amiguitos con él...—

El carácter profundo y místico que tiene la Noche de Muertos entre los auténticos creyentes, generalmente indígenas, no tiene fingimiento; es una creencia de un conmovedor contenido bello y hondamente humano, genuino y sin falsedades; es una tradición, lamentablemente en extinción, con un núcleo de amor incorruptible y de bondad que nada tiene que ver con las formas comercializadas que hoy encontramos en boga. Es una impactante manifestación íntima del espíritu, que aunque no se comparta la creencia, impone respeto a propios y extraños, genera en el testigo de este grandioso acontecimiento una condolencia verdadera, fraternal, y enaltece a Doña Estela como un gran ser humano, a pesar de toda su pobreza.

Pero ¿qué pasaría si reprodujéramos toda la ofrenda de Doña Estela, igualita, jarrito por jarrito, flor por flor, carrizo por carrizo, en cualquier otro lugar, en una plaza o un patio escolar, qué pasaría si la reprodujéramos íntegra...pero no tuviéramos al niño "Papá" ni al elemento principal: a Doña Estela, quien le da vida a la muerte de "Papá"?: sucedería que descontextualizaríamos al altar, a la ofrenda, convirtiéndola en algo banal, más aún la envileceríamos transformándola en una (ésa sí) mega mentira. Si tan solo sirviera para recordar con veracidad o hablar de los sentimientos tan elevados que crearon esa fugaz ofrenda, pero la verdad es que todos sabemos que eso no sucede —quizá sólo en una ínfima parte de quienes reproducen una ofrenda—; aunque se reproduzca en serie, como se hace, por millones por todo el país, hoy sólo se manipula, fundamentalmente, para satisfacer el apetito capitalista, sobre todo de los grandes capitales que se dedican al turismo a gran escala y que necesitan urgentemente crear un monstruoso espectáculo alterno que sustituya rápidamente al nada remunerador corazón de Doña Estela, aún a costa de suprimirlo, matando así en su esencia a la Noche de Muertos para hacerla vil mercancía. Y entonces, ¿qué hacer? Ya esbocé una respuesta general en mi anterior colaboración, y espero lea usted mi propuesta más concreta en la próxima.

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