De acuerdo con los estudiosos serios del tema, después de que la Unión Soviética venciera a Hitler en la segunda guerra mundial, haciéndole retroceder en mayo de 1945 hasta la propia “cueva de la bestia sanguinaria” como dijera Pablo Neruda, el imperio estadounidense quedó profundamente preocupado por que el socialismo se propagara al resto de los países occidentales.
Estados unidos estaba temeroso de que el ejemplo de los bolcheviques generara simpatía entre las clases trabajadoras que se encontraban padeciendo diversas carencias producto de las crisis generadas por las guerras, y pusieron en práctica inmediatamente lo que se conoció como el New Deal y luego el Welfare State o Estado de Bienestar, que consistió en que el estado asumía como responsabilidad suya proporcionar educación, salud y vivienda; generar empleos, velar por la mejora continua de los salarios, proporcionar seguridad social, así como el derecho a la organización sindical.
López eliminó las guarderías, los comedores comunitarios, las escuelas de tiempo completo; desapareció el Seguro Popular y no creó nada en su lugar; redujo al mínimo el presupuesto a la investigación científica, a la cultura y la obra pública en general.
En nuestro país, esta tendencia mundial, aunada a los efectos de la revolución mexicana, condujo al Gobierno a intentar la procuración de mejores condiciones de vida para la población más pobre mediante programas de vivienda, generación de empleo y la dotación de servicios públicos como agua potable, drenaje, electrificación, carreteras, construcción de escuelas, hospitales, etcétera.
Se creó, entre otras obras notables, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y el Issste, y el reconocimiento de los derechos laborales.
Sin embargo, para los años ochenta, el capitalismo norteamericano ya se había recuperado de las guerras y se había fortalecido; por su parte, el socialismo soviético, con todos los daños que le habían provocado sus problemas internos y la guerra fría, estaba en plena debacle.
Esta situación impulsó a la burguesía norteamericana y de los países más avanzados como Inglaterra a romper el cascarón del proteccionismo del estado y a retomar con más fuerza la doctrina del liberalismo económico que les permitía desarrollar sus negocios sin restricciones de ningún tipo. “Dejar hacer” y “dejar pasar” era nuevamente el lema.
La intervención del estado para regular los salarios y reconocer los derechos del trabajador como seguro médico, indemnizaciones en caso de accidente, vivienda, equipo adecuado para el trabajo, derecho a sindicalizarse y derecho a huelga, se había convertido en un estorbo que no les permitía satisfacer su insaciable necesidad de ganancias.
Ahora la actividad del estado debía reducirse a velar por el orden social, el respeto al estado de derecho, cuidando que no surgiera ningún tipo de disturbios sociales que alteraran la pujante marcha de los negocios.
A partir de ahora, a la inversión privada debería permitírsele entrar a todas las áreas de la producción, incluidas las que anteriormente eran exclusivas del estado, como la explotación de los hidrocarburos, la minería, la generación de energía eléctrica, el transporte, las telecomunicaciones, incluyendo la educación y la salud; en este renglón, la consigna era “que se eduque y se cure el que tenga dinero para hacerlo”.
Esta tendencia conocida como neoliberalismo se complementó con lo que se conoció como globalización, que no es otra cosa que la eliminación de toda frontera y toda resistencia de las naciones, permitiendo que los grandes monopolios se erigieran como dueños absolutos del comercio mundial; las naciones más débiles se vieron de un momento a otro obligadas, mediante tratados comerciales o por la amenaza de intervención militar del imperio, a abrir sus puertas de par en par para que las voraces trasnacionales explotaran sus recursos naturales y su mano de obra barata.
Esta tendencia del capitalismo norteamericano y mundial llegó a México en el sexenio de Miguel de la Madrid, que fue cuando entramos como país al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, conocido como GATT, pero se estableció formalmente con Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, periodo en el que se firmó el Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá; se privatizaron varias empresas paraestatales y se concesionaron las autopistas.
Y aquí llegamos a lo que nos interesa destacar. Si a partir de este periodo el estado dejaba de preocuparse por resolver las necesidades de sus gobernados y pasaba a ser simple guardián de la paz, ¿cómo podría lograr esa estabilidad social en un pueblo inmerso en carencias de todo tipo?
En primer lugar, el abandono de la población a su suerte no se dio de golpe y porrazo porque los movimientos de inconformidad habrían estallado inmediatamente; lo que se hizo y se viene haciendo desde entonces es ir reduciendo año con año el presupuesto para obra social e invirtiendo cada vez menos en educación y salud.
En segundo lugar, y para tranquilizar a la población, se crearon por primera vez programas de transferencia monetaria bajo el nombre de Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), que se anunció como el “instrumento para emprender la lucha contra la pobreza extrema”, definiendo como líneas de acción prioritaria “la alimentación, la ampliación y mejoramiento de la infraestructura de salud y educación, vivienda y tenencia de la tierra, la electrificación, la procuración de justicia, la infraestructura agropecuaria y la preservación de los recursos naturales”.
Como era de esperarse, los partidos de oposición denunciaron que los apoyos en efectivo y todo el programa en su conjunto obedecía a propósitos ocultos, como recuperar o mantener votos a favor del partido oficial.
A pesar del supuesto repudio de los “críticos” del Gobierno hacia el programa Solidaridad, cuando les ha tocado estar en el poder, lejos de eliminarlos y desaparecerlos para siempre, lo único que han hecho es cambiarle de nombre y reducir aún más su presupuesto y su alcance. Ernesto Zedillo creó el suyo con el nombre de Progresa.
Con la llegada del PAN al poder a partir del año 2000, Vicente Fox y Calderón lo bautizaron como Oportunidades; Peña Nieto le denominó Prospera y López Obrador le llamó Bienestar, con la diferencia de que este último redujo el programa casi exclusivamente a los apoyos en efectivo.
López eliminó las guarderías, los comedores comunitarios, las escuelas de tiempo completo; desapareció el Seguro Popular y no creó nada en su lugar; redujo al mínimo el presupuesto a la investigación científica, a la cultura y la obra pública en general.
Algún creyente de la 4T podría protestar diciendo que sí se crearon obras en este sexenio; pero no hay que confundirse. El Tren Maya, el AIFA y el Tren Transístmico están pensados para transporte de carga, y ese tipo de obras no son para mover a pasajeros comunes sino para servir a los grandes industriales que transportan enormes cantidades de mercancía.
En el caso de la refinería Dos Bocas, difícilmente puede redituar beneficios con el esquema actual, pues Pemex es una empresa que arrastra una deuda de más de 100 mil millones de dólares según el diario El País del 26 de mayo de este año.
Vistas así las cosas, podemos concluir que todo lo que vienen haciendo nuestros gobernantes no tiene otro propósito que cumplir al pie de la letra los designios del gran capital mundial.
Si se promete un sistema de salud mejor que el de Dinamarca o cien universidades del Bienestar y luego no se hace nada o se deja a medias, es para permitir que florezcan los hospitales y los colegios privados; eso es, para llamarle por su nombre, privatizar la educación y la salud, por más que se vistan de defensores de la soberanía energética con la compra de una refinería vieja y una compañía aérea obsoleta que no tardarán en abandonarse por improductivas.
Si se predica la austeridad, se eliminan instituciones autónomas y se desmantelan programas y fideicomisos bajo el argumento de la corrupción y el despilfarro, es para adelgazar el presupuesto y debilitar los órganos de poder de la nación, dejándonos a expensas de las transnacionales.
Si se reforma la ley federal del trabajo, es para despojar a los trabajadores de los grandes logros de la lucha obrera mundial, como la jornada de ocho horas, el derecho a indemnizaciones en caso de accidente, vacaciones pagadas, derechos por antigüedad, seguro social, aguinaldo, vivienda y protección para las mujeres en periodo de gestación y lactancia, entre otros.
Si se prohíben las organizaciones sociales y se decreta que hay que trabajar a pesar de la pandemia, sin derecho a ningún tipo de apoyo gubernamental para quien decida quedarse en casa, es precisamente para evitar alteraciones a la estabilidad y que no se detenga la generación y acumulación de riqueza aun a costa de los derechos constitucionales y de la vida misma de los trabajadores.
Queda claro entonces que de todos los derechos que tenemos y que el estado debería estar obligado a respetar no queda nada ya; en su lugar, se le da al trabajador como consuelo un apoyo monetario que lo mantiene eternamente dependiente del gobierno, con la agravante de que, como lo dijo el mismísimo Carlos Slim, no eliminan ni disminuyen la pobreza, en vez de eso, crece la deuda a casi siete billones que el propio pueblo tendrá que pagar, con tal de no “importunar” a los grandes capitales con más impuestos.
Por tanto, debemos entender que en esta vida somos los más de cien millones de trabajadores los únicos que estamos llamados a transformar esta sociedad. Si no nos unimos y nos organizamos, nadie más lo hará. O lo hacemos nosotros, o no lo hace nadie.
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