El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, apenas ha llegado a la mitad de su sexenio, ha declarado el comienzo de la búsqueda de su sucesor. Aunque su partido no logró obtener la mayoría que López Obrador buscaba en las elecciones federales pasadas, su agenda sigue vivita y coleando. Es difícil imaginar a un hombre tan enamorado de la parafernalia del poder estar tan ansioso por iniciar una sucesión prematura, tres años antes de las próximas elecciones presidenciales.
A menos, claro, que no esté en realidad mirando hacia el futuro sino hacia el pasado.
Este hecho apunta a un vago recuerdo: y es que antes de que el expresidente Vicente Fox, en el 2000, pusiera fin al largo e ininterrumpido dominio político del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la elección del candidato presidencial del partido gobernante era una morbosa fascinación nacional. Como la victoria del PRI estaba prácticamente garantizada por medios mayoritariamente antidemocráticos, el verdadero misterio residía en la identidad de la persona que sería favorecida por el presidente saliente, que tenía la prerrogativa exclusiva de elegir a “el tapado”.
Una vez revelado, al “tapado” se le encomienda el futuro del partido y la protección de su predecesor y su legado. Algunos se pegaron más al guion que otros, pero este astuto sistema de continuidad se convirtió en una pieza crucial del rompecabezas autocrático que sostuvo el dominio del PRI durante décadas.
Si bien México nunca ha evolucionado verdaderamente hacia un proceso transparente de elecciones primarias, el “tapadismo” había sido erradicado en gran parte. Aunque EPN, el presidente más reciente del PRI eligió personalmente a su posible sucesor, otros partidos habían intentado superar este método.
Ya no más. Al ordenar las piezas del tablero de ajedrez presidencial tan pronto, el actual presidente de México podría estar estableciendo sus propios términos de sucesión predilectos y, más importante, la permanencia del proyecto que ha calificado como la “Cuarta Transformación” de México, una reestructuración radical del sistema de gobierno del país. Para que eso prospere o muestre resultados positivos (hasta ahora han sido pésimos), López Obrador necesita elegir un sucesor eficaz y dócil.
Eso podría ser más fácil en la teoría que en la práctica. En su búsqueda del candidato ideal para llevar la bandera de Morena, el presidente enfrenta varios obstáculos. El primero es la debilidad de su elección más probable. Por más de dos décadas, Claudia Sheinbaum, Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, ha sido una fiel lugarteniente de López Obrador. Su lealtad le ha valido el afecto personal y las simpatías políticas del presidente. Pero también ha tenido un costo.
Consciente de la aversión de López Obrador por las opiniones disidentes, Sheinbaum es reacia a contradecir las políticas de su mentor. Esa dinámica ha sido más que evidente durante la pandemia, cuando Sheinbaum, científica de formación, retrasó la implementación de las políticas sensatas necesarias para combatir tanto el coronavirus como sus consecuencias económicas, para que no contradijeran a López Obrador y su manejo irresponsable de la crisis.
Sheinbaum también ha imitado parte de la actitud de confrontación del presidente hacia los medios de comunicación e incluso su notoria desconfianza hacia las causas sociales dignas que critican al gobierno, así como las críticas por su manejo del accidente que provocó la muerte de 27 personas, cuando colapsó una de las principales líneas del metro de la capital.
Quizás temiendo por su futuro político, López Obrador le ordenó a Sheinbaum que le dejara todos los asuntos referentes a la tragedia a él. “Hay un acuerdo de que todo se informe a través del presidente”, dijo ella. Para nada un ejemplo de liderazgo independiente. Si recordamos, las elecciones federales pasadas agravaron los problemas de Sheinbaum: bajo su tutela, Morena perdió la mitad de la capital, la peor derrota de izquierda en 25 años de gobierno de la Ciudad de México.
Sin embargo, por ahora, todos esos riesgos podrían ser irrelevantes. Lo que claramente le importa a Sheinbaum es complacer al hombre que parece controlar el tablero y todas las piezas. Y eso ya es una tragedia.
Por un tiempo, México pareció haber superado este espectáculo político retrógrado. Su resurgimiento, como casi todo lo que se traduce en demasiado poder en las manos de un solo hombre, solo puede significar problemas. Y si esa misma línea sigue su favorita, no esperemos que las cosas salgan mejor.
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