El capital moldea a los hombres como los necesita. De hecho, en toda sociedad la estructura económica determina la correspondiente superestructura: ideología, filosofía, Estado, arte, moral, política, etcétera, que actúa como blindaje del orden económico y social imperante, y que cambia al cambiar este. Por eso en cada época se piensa de una forma determinada, y en cada clase social también, aunque, como dijo Marx, la ideología dominante en cada sociedad será la ideología de la clase dominante. El capital modela el pensamiento de todos a su imagen y semejanza. Y los explotados mismos terminan imbuidos de una ideología que les es ajena: es decir, enajenados.
Pero esto no es sólo producto de una labor de propaganda a través de los medios y del aparato educativo diseñado exprofeso. Tiene una base económica. Debido a la propiedad privada, el productor directo pierde el control sobre la riqueza por él creada: es la enajenación del producto de su trabajo, que escapa de sus manos. Y esto se manifiesta en el terreno ideológico, en la pérdida de sus propias ideas: la enajenación del pensamiento. Y resulta entonces que la clase trabajadora, dicho en términos clásicos, existe, como clase en sí, como un hecho real, determinada por sus relaciones con los medios de producción y con otras clases. Pero no lo comprende.
Esto se debe también a la pérdida de capacidades de los trabajadores. La progresiva división del trabajo y la especialización fabril, donde el trabajador queda restringido a una sola y monótona tarea, trajo consigo una mutilación de sus capacidades. Algo semejante ocurre en el trabajo intelectual, con la ultraespecialización del conocimiento (y, peor aún, la especialización prematura, antes de adquirir la necesaria generalidad). Se fragmenta la visión de las cosas, perdiendo así de vista la perspectiva general e impidiendo la formación integral del hombre. A este respecto, el sistema educativo (por ejemplo, los planes de estudio de las universidades) se supedita al interés empresarial. “Lo que el mercado necesite”, nos dicen. Se idealiza al “mercado”, abstracción tras la cual se oculta el interés, ese sí muy concreto, de los grandes empresarios, sus verdaderos dueños.
El individualismo, y el consiguiente egoísmo, es otro pilar ideológico del capital: causa y efecto suyo. Legiones de intelectuales trabajan para argumentarlo, algunos muy destacados como Adam Smith, Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Friedrich von Hayek. Smith postulaba al individuo que, con su acción egoísta, buscando ganancias, termina generando un beneficio social. Von Hayek, prominente integrante de la escuela austríaca y opositor del socialismo, postula el “individualismo metodológico”, visión económica reduccionista que limita toda la complejidad social a individuos, para de ahí generalizar.
Así pensaba también Margaret Thatcher (por cierto, ferviente lectora de Hayek), quien declaró: “La sociedad no existe. Sólo hombres y mujeres individuales”. Y obviamente esta visión se traduce en práctica de gobiernos, que aplican el consabido principio de divide y vencerás, impidiendo la organización social. A título de ejemplo, en México, como presidente, Vicente Fox inauguró esta política: “yo no trato con organizaciones; solo con individuos”, principio que inspira también al actual gobierno, por más que se diga diferente.
Pero a pesar de todos esos artificios teóricos, el hombre es un ser social, como evidencia la práctica y demuestran rigurosamente las ciencias sociales. Aristóteles postuló que el hombre es un animal político, o como precisa Marx: “Obedece esto a que el hombre es por naturaleza, si no, como afirma Aristóteles, un animal político, en todo caso un animal social”.
Y así lo evidencia la práctica en su comportamiento económico, por más que sus acciones den la apariencia de algo aislado. Lo que cada persona compra o consume está socialmente determinado por la mercadotecnia, intereses de empresarios, tradiciones religiosas, la cultura, la época. Cambia históricamente. Los gustos mismos, algo tan “individual”, son moldeados subrepticiamente por los dueños del poder económico y político, quienes también inducen el consumismo, para que las personas jamás se sientan satisfechas con los bienes que poseen. Se provoca artificialmente el ansia de acumulación, de compra irracional, sin límite. Todo para realizar la plusvalía.
Sitial distinguido en la “cultura” del capitalismo ocupa el dinero, suprema divinidad en cuyos altares debe sacrificarse toda la existencia humana… y el hombre termina convirtiéndose en mercancía. Se promueve la cultura del dinero fácil, sobre todo entre los jóvenes, nutriendo así a la delincuencia; en las escuelas se les enseña el arte de “saber venderse”. Así, el individuo “exitoso” es aquel que se vende mejor y acumula más dinero, a costa de lo que sea. El capital deshumaniza al hombre: el rico es víctima de su riqueza; el pobre, de su pobreza.
Otro componente de la ideología dominante es la “teoría” de que el capitalismo y el mercado son fenómenos “naturales”, como lo son los océanos, la atmósfera o la rotación de la tierra. Se idealiza asimismo al mercado como medio de intercambio por antonomasia, mecanismo injusto que excluye del consumo a quienes no tienen dinero para comprar. Nos predican que “el pez más grande se come al chico”, “comer o ser comido”, “que el débil se someta al fuerte”, etcétera. Es la filosofía que legitima y confiere carácter natural a la explotación del hombre por el hombre, extrapolando las leyes de la biología al movimiento social. Es darwinismo social. Se oculta así el carácter histórico de creaciones humanas, producto de determinadas circunstancias provocadas a su vez por el desarrollo de las fuerzas productivas.
El manejo malicioso del concepto “libertad” es otro instrumento de confusión. A los trabajadores asalariados –en realidad esclavos modernos–, se les hace creer que son libres, para que no sientan la necesidad de luchar por su verdadera libertad, que les permitiría recuperar lo que producen y evitar su enajenación; mucho menos imaginar tomar el poder político. A causa de esa ideología inducida, quienes perciben un ingreso un poco mayor (como los intelectuales), encuentran incómodo organizarse en un partido ¡en su propia defensa!, porque demanda disciplina, obligaciones, en una palabra, limitaciones de su malentendida “libertad”. Y caen en la trampa: “prefiero que me sigan explotando, y que exploten a otros, pero soy libre”. Schopenhauer, conspicuo promotor del individualismo, teoriza esto en su “dilema del erizo, la paradoja de las relaciones sociales”. Dice que, aunque para darse calor los erizos necesiten juntarse, sus espinas les separan de sus semejantes y les mantienen distantes.
La tan pregonada como restringida libertad individual es una condición creada por el capital para que los trabajadores (antes formalmente esclavos o siervos de la gleba), sean libres de ir a donde gusten (más bien a donde se les necesite) a vender su fuerza de trabajo; es el así llamado “libre movimiento de los factores de la producción”. Es la libertad que permite la “liberalización financiera”, para que los capitales migren sin restricciones; es el libre mercado y la desregulación; en suma, la anarquía en la producción, causante de múltiples desgracias, como las crisis de sobreproducción. El empresario goza de absoluta libertad para decidir sobre la economía, aun afectando a la sociedad.
Estas son solo algunas armas del arsenal filosófico de la economía capitalista. Y sirven para configurar una sociedad conformista y obediente, consumidora desenfrenada (salvo que no tenga para comprar), y legitimar un orden social injusto. Adormecen la conciencia de los pueblos y les hacen pensar que este es el único mundo posible: es más, el mejor de los mundos, privándoles así de toda esperanza. Son, pues, telarañas en ojos y mente de los pueblos, telarañas que deben ser arrancadas por el bien de la sociedad toda.
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