Contrario a la creencia popular, la independencia de México no significó una ruptura completa con el orden español, pues no hubo una revolución en términos estrictos, ni cambios significativos en el ámbito político o económico a favor de los sectores populares.
La razón es que el movimiento verdaderamente popular, rasgo distintivo del proceso en nuestro país con respecto a los demás nacientes países en América Latina, se diluyó paulatinamente a favor de los intereses de la clase ya de por sí gobernante de aquellas épocas: los criollos.
Para muchos historiadores, el conflicto inició desde arriba; es decir, comenzó por una disputa de élites. La Nueva España, a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, experimentó un crecimiento económico de proporciones nunca vistas que la convirtieron en la colonia más rica de España.
En 1800, la producción total de la colonia en bienes y servicios alcanzaba los 240 millones de pesos, más o menos 40 pesos per cápita, que en esos años equivaldría sólo a la mitad de renta per cápita de Estados Unidos (EE. UU.), pero que era considerablemente superior a la que tenía cualquiera de las colonias americanas de España o Portugal.
Este ciclo económico próspero, sin embargo, no implicaba que aquella riqueza fuera producto de un sistema económico de vanguardia sino, más bien, resultado de una coyuntura afortunada y probablemente pasajera, además de que aquella riqueza no se tradujo en términos de bienestar social generalizado.
Nada más lejos de la verdad: los otros dos grandes sectores sociales, los mestizos y los indígenas (el 82 por ciento de la población), fueron siempre marginales en el sistema virreinal; por principio, su participación en la burocracia estaba prohibida; no podían acceder a ciertas profesiones por ley; su movilidad social era nula y su tratamiento desde el punto de vista jurídico fue especial, por no decir, opresivo.
Además de todo esto, se ha llegado a determinar que una o dos veces por cada generación, las epidemias cobraban la vida de entre el 10 y el 50 por ciento de los pobres en las ciudades y un número incontable (por abrumador) en las zonas rurales.
Esta pérdida precipitada de mano de obra traía consigo el descenso de la producción agrícola y la inexorable carencia de productos básicos y su encarecimiento, sin contar con las altas tasas de desempleo que afectaban sistemáticamente a estos sectores.
Ahora se sabe que el precio del maíz se encareció durante las dos últimas décadas anteriores a la independencia. En 1790 el maíz se vendía a 16 y 21 reales la fanega y en 1811 se vendía a 36 reales. Una crisis de subsistencia muy dura cundió en México de 1808 a 1811 y actuó como detonante (no como razón fundamental) en la rebelión de las masas populares en 1810. De tal modo que cerca de la mitad de los ingresos de los pobres se gastaban en la adquisición de maíz y, como hoy, los sectores populares vivían al borde la indigencia.
El historiador Timothy Anna dice a este respecto: “el sistema económico colonial, extractivo, mercantilista y basado en nuevas normas feudales de control de mano de obra, garantizaba la opresión continua de las masas en las haciendas, en las minas y en los obrajes”.
Más adelante sentencia: “la distinción étnica que imponía la ley española –y que continuarían hasta después de la independencia, a la cabeza de una legislación que a menudo era contradictoria– eran la causa principal no sólo del malestar político de las clases bajas en la Nueva España, sino también de la ineficacia económica y del subdesarrollo, que dejaron a México un legado de capacidades humanas no desarrolladas”. Las rebeliones que comenzaron en 1810 son una respuesta de los indios y las castas a esta opresión.
Así pues, tenemos que el progreso económico descrito sirvió para consolidar la conciencia de clase de los criollos y su seguridad para plantearse la independencia con respecto a España porque la consideraban, no sin razón, un lastre para su propio enriquecimiento y control.
El contexto les fue más favorable, paradójicamente, a partir de que los españoles, a través de las reformas borbónicas, se propusieron ajustar un control más estricto de sus colonias en el terreno político y económico; el descontento de aquella élite natural vio sus mejores años cuando el rey Fernando VII fue apresado por Francia y el reino entero se planteó, literalmente, qué hacer ante el vacío de poder y en dónde debería recaer la soberanía.
Lo indeseable para ellos en este proceso fue la participación de las masas, sobre las que, al principio, perdieron el control. De este modo, el descontento de los sectores popular y privilegiado, aunque generalizado, era distinto porque procedía de naturalezas distintas.
De hecho, las insurrecciones de las clases bajas sirvieron para retrasar e incluso oscurecer la principal disidencia mexicana: el criollismo. Dicho en otras palabras: los criollos blancos, las clases medias y altas no simpatizaban con la rebeldía del populacho, antes bien, se le anteponían.
Una revolución plena, es decir, una mejor distribución de la riqueza, hubiese sido un atentado directo a los intereses de aquel sector privilegiado y hubiese demandado la creación de un Estado radicalmente distinto del que pretendía dar seguimiento.
Crearon, eso sí, el concepto de conciencia nacional, con el que buscaban proclamar que sus intereses particulares, o de clase, coincidían con los del resto; que el enemigo era uno y que se requería imperiosamente la unidad nacional para hacerle frente.
Discurso muy a modo para involucrar a las masas y darle solidez al movimiento. Pero ya en el plano de la consumación de la Independencia, éstas fueron excluidas y no se reformó casi en nada el estado de cosas que las oprimía; porque los criollos nunca se trazaron una independencia completa, les daba pavor la movilidad de las masas y, en ese sentido, fueron partícipes en la conspiración para eliminar a las cabezas más radicales (por populares) como Hidalgo o Morelos. Además, tenían claro que para mantener el orden social dependían de las tradiciones de la iglesia y del Estado.
No es la primera vez que se dice esto, pero es enteramente cierto: la Independencia le dejó muchas deudas a los más pobres y aunque hoy coreemos con vehemencia los actos heroicos conocidos, es importante recordar que los que pusieron el sudor, la sangre y las lágrimas continúan siendo excluidos del progreso, como antaño.
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