Aquel domingo seis de junio, Tecomatlán, uno de los municipios de Puebla, amaneció como siempre. El sol de amarillento brillante se asomó por los montes del oriente iluminando el raudo vuelo de un halcón de mirada y garras diamantinas, zorras y coyotes huyeron hacia sus oscuras madrigueras llevando entre sus fauces a la noche dormida y, el cielo se vistió de un hermoso manto azul adornado con tenues pinceladas rosáceas y violetas. En contraste con ese limpio amanecer, una horda de forajidos, hombres con alma de fiera, bajaron rumbo al poblado con oscuros pensamientos, con torva faz.
La clara mañana se ensombreció con el estruendo de las balas. La policía del pueblo reaccionó, aunque pasados ya algunos minutos de desconcierto, y como los hombres-chacales querían sangre; la bebieron al derramar la de un joven estudiante de preparatoria, y al final del día, la población le rendía honores como a todo aquel que muere sacrificado. Desde entonces el pueblo organizado en Antorcha Campesina, decidió dedicar cada seis de junio un homenaje a los “Mártires Antorchistas”, ahí donde naciera la organización y donde quisieron exterminarla, en Tecomatlán.
Aquel domingo seis de junio del siglo pasado, en Tecomatlán, situado en la mixteca baja poblana, los hombres-chacales huyeron con la noche a cuestas y las manos ensangrentadas. Desde entonces hombres-humanos levantando en sus firmes puños una gran Antorcha les siguen las huellas, y muchos más en pos de ellos ya han salido.
A partir de aquella agresión, el antorchismo no pudo ser exterminado, mucho menos retrocedió, por el contrario, igual que cuando el viento corre por el campo removiendo el follaje y sacudiendo las flores, éstas ante el empuje de fuerte ventarrón no pueden más retener sus tiernas semillas y entonces abriendo sus corolas las dejan libres, los gérmenes de la flor una vez en contacto con el viento se esparcen por todos los puntos cardinales y van a dar origen a otras flores, de igual forma se difundió el antorchismo. Es cierto que, con diferente intensidad, pero las antorchas ahora relumbran en las treinta y dos entidades de la federación.
Aquel seis de junio, los criminales se dieron a la fuga, nosotros los perseguimos a ellos, pero ellos a nosotros nos persiguen también, nos acechan, calculan nuestros movimientos, nos tienden emboscadas. Y ahí donde aparecemos se abalanzan sobre nosotros con terrible furia empleando de todo para exterminarnos, utilizan desde la calumnia y la amenaza, hasta la prisión y el asesinato.
Así ha sido durante casi cinco décadas y de esto tenemos pruebas; sin ir demasiado lejos recordaré que, en julio de 2006, durante la tarde anterior al día de las elecciones federales, fue asesinado el joven Jorge Obispo Hernández, quien, en ese momento, se encontraba solo en el domicilio particular del secretario general del Movimiento Antorchista. No existe la menor duda de que la mano siniestra que dirigió tan alevoso crimen quiso dejar bien claro un mensaje intimidatorio para el antorchismo en general.
Una vez cometido el crimen, los homicidas salieron tranquilamente de la casa sin llevarse nada, pues no iban a robar sino a matar, y tranquilamente huyeron del sitio seguidos a prudente distancia por otros tres que habían quedado fuera. Los vecinos del lugar accionaron la alarma y cuando llegó la policía le informaron los pormenores de lo que pudieron darse cuenta, sin embargo, los policías igual que los asesinos reaccionaron con toda tranquilidad ante los hechos; se negaron a entrar a la casa a brindar algún auxilio, con el pretexto de que no tenían orden para ingresar a dicho domicilio, por eso hasta un día después pudo ser levantado del piso el joven asesinado, gracias a la pasividad policíaca. Dentro de unas semanas se cumplirá un año más de la muerte de Jorge Obispo Hernández, él ya no está físicamente, pero vive en nuestro recuerdo igual que todos nuestros mártires.
En el instante en que pensaba en esto me hallaba frente a la alta y esbelta fachada de una iglesia colonial, era una tarde lluviosa; detrás de mí y también frente a la iglesia elevábase un pequeño monumento en honor de un mártir maya de la época de la guerra de castas, dicha iglesia sobrevive gracias a que él se inmoló. A medida que la lluvia amainaba el cielo se fue aclarando y apareció un arco iris. La iglesia de aspecto entre gótico y morisco, su modesto atrio y una gran palmera en primer plano, quedaron enmarcadas por esa diadema multicolor que sobre el cielo nacarado a veces bajaba o intensificaba su tonalidad; los niños de la primaria salían de la iglesia vestidos de gala porque celebraban el fin de cursos. En ese momento de fiesta, ellos no recordaban la madrugada en que sus tatarabuelos escucharon el estallido de la bomba que los alertó sobre el ataque enemigo y prácticamente nadie voltea su mirada hacia donde está el pequeño monumento dedicado al mártir cuyo nombre lleva el poblado.
Y junto al monumento de Juan Cupul, mirando con el corazón la hermosa visión del arco iris que se desvanece sobre las torres de la iglesia, llegan hasta mi pobre pensamiento imágenes de lo que ya fue y de lo que aun será. Una voz interior me dice: “ellos volverán, llegarán el día que ellos y nosotros todos consideremos menos apropiado”.
A lo lejos la tormenta ruge como un enorme jaguar que se aleja por la selva sombría y, el viento trae el lejano rumor anhelante del venado. Ellos volverán desde su oscura noche. Juan Cupul levanta en la diestra una bomba. Pero los mártires siempre estarán prestos a dar su sangre. Por eso ellos volverán a huir con la noche sobre la espalda; en tanto que la luz y la vida aunque desaparezcan por un momento, volverán a surgir de entre las mismas tinieblas.
Ellos volverán y, aunque sea de día, traerán oscuridad porque no son hijos de dios, pues son lobos del hombre. Ellos volverán y quizá encuentren otra vez a uno solo. Juan Cupul, solamente él estaba de guardia y se quedó dormido, más para reparar su error, amarrado de pies y manos logró la proeza de accionar la bomba y al volarse en mil pedazos alertó a la población y sembró el pánico entre los agresores. Ellos volverán y nos encontrarán tal vez dormidos o despiertos, pero siempre aguardando sobre el recuerdo de nuestros muertos.
En la ceremonia de fin de cursos todo hubiera resultado rutinario de no haber sido por las risas infantiles bajo las cuales los niños se vistieron de flores, de árboles y de pájaros. La luna apareció delgada y brillante en el húmedo firmamento y sobre la muerte fecunda de los mártires las generaciones futuras se vislumbran, levantando un homenaje como un gran himno a la viada…
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